El profesor Víctor de Currea-Lugo publicó hace unos días una nota en Las2Orillas, en la que compara el proceso de paz y el Acuerdo Final con una esquizofrenia. Es claro para él que allí hay una especie de doble personalidad en permanente pugna, unos interpretan las cosas de una manera y los otros de otra totalmente contraria, una enfermedad incurable.
Desde muy jóvenes aprendimos que todo en el universo está en permanente movimiento y cambio, lo cual es aplicable perfectamente a los fenómenos sociales. La política es quizás la mejor expresión de eso. En ella convergen los más disímiles intereses de diversos sectores, con ideas distintas acerca de la organización de la sociedad, en una lucha intensa.
No es extraño que mientras las Farc pensábamos una cosa con relación al conflicto armado y la solución política, otras fuerzas e intereses tuvieran su propia apreciación al respecto. Es conocido el repetido discurso según el cual no existía razón alguna para la lucha guerrillera, por cuanto en Colombia no había un régimen despótico sino la más amplia democracia.
La insurgencia también elaboró sus propios planteamientos. Y precisamente por ello se produjo el enfrentamiento armado de más de medio siglo. Quienes estuvimos en la guerra vivimos en carne propia el significado del combate a muerte, el lenguaje del fuego, las bombas, la metralla, la amenaza y el ardid. Siempre interpretamos las cosas de manera opuesta.
Afortunadamente tal situación llegó a su fin con los Acuerdos de La Habana. En ellos se consiguió consignar una idea fundamental que cada día toma más fuerza en la conciencia nacional. No es que hayan desaparecido los intereses en pugna, sino que en adelante, hacia el futuro, esas contradicciones deben ser resueltas sin apelar a las armas.
No es que hayan desaparecido los intereses en pugna,
sino que en adelante, hacia el futuro,
esas contradicciones deben ser resueltas sin apelar a las armas.
Lo firmado finalmente en el Teatro Colón, fue la proscripción de la violencia como mecanismo para dirimir las diferencias políticas. Para ello fue necesario que el Estado colombiano reconociera el carácter político de la insurgencia guerrillera. A eso se sumó la comunidad internacional en su conjunto. De ahí la fórmula final de ampliar la estrecha democracia colombiana.
El más importante logro del Acuerdo de Paz fue entonces el reconocimiento del otro, la aceptación de su existencia y su derecho a exponer y defender sus ideas de manera pacífica y democrática. Hacer efectivo ese reconocimiento a todos los espacios implicó, incorporar otras prescripciones. Por eso los Acuerdos terminaron por ocupar más de 300 páginas.
Hubo que tranzar el espinoso tema de tierras y desarrollo rural, así como concertar las medidas efectivas que garantizaran el ejercicio político a quienes se les reconocía ese derecho, las Farc y otros sectores excluidos de la vida nacional. Se concilió el tema de las víctimas, para lo cual se diseñó el riguroso sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición.
Y hubo que acordar el fin del conflicto, cese bilateral y definitivo del fuego y dejación de armas. Del cual tenían que derivarse las garantías para la vida y la seguridad de la insurgencia transmutada en organización política legal. Consensuar un tratamiento para los cultivos de uso ilícito y el narcotráfico. Precisar lo relacionado con la implementación, refrendación y reincorporación.
Lograrlo llevó cinco años de intensas conversaciones, de debates profundos en los que se involucró todo el país. El parto del Acuerdo Final fue difícil y lleno de sobresaltos. Precisamente por eso, porque consistía en el ajuste de las posiciones más encontradas. El consenso representó un momento feliz de coincidencias extremas, pero un momento al fin.
Farc, Gobierno, Corte Constitucional y Congreso de la República se unieron al clamor nacional por la paz y su refrendación, tras escuchar a los críticos más acerbos e incorporar buena parte de lo sugerido. Allí terminó una etapa y comenzó otra, la de la interpretación e implementación de lo acordado. Reaparecieron los criterios contrarios y recrudeció la lucha por imponerlos.
Es lo que el profesor Currea denomina esquizofrenia del proceso. A su juicio nuestra debilidad política paga su precio hoy. No creo que se trate de debilidad, si las Farc hemos llegado hasta aquí es precisamente por lo contrario, jamás hemos estado solos, hay un clamor nacional unido a nosotros que forcejea duramente porque se cumpla lo pactado.
No es una esquizofrenia, es la intensa contradicción de clases.
Tomamos parte en ella, hacemos política,
como millones de compatriotas
Y que se enfrenta con las fuerzas del viejo país que añoran la guerra y el miedo. Ese país que masacra en Tumaco y calumnia en las redes, que habla por los señores Ordóñez, Uribe y Vargas Lleras con sus rebuscados pretextos. No es una esquizofrenia, es la intensa contradicción de clases. Tomamos parte en ella, hacemos política, como millones de compatriotas.