La situación latinoamericana pone de presente la vigencia de la lucha de clases, objeto de la más extensa gama de calumnias y negaciones. Recién se recordaba con júbilo en los sectores dominantes la caída del muro de Berlín, al que siguió el desmoronamiento del socialismo en Europa Oriental y la estrepitosa desaparición de la Unión Soviética. Se suponía que tales acontecimientos habían sepultado esa anticuada teoría.
Venían matándola en nuestro continente desde cuando irrumpieron las terribles dictaduras que ensangrentaron sus pueblos. Batista, Somoza, Trujillo, Strossner, Duvalier, Pinochet, Banzer, Videla, para sólo nombrar algunos de los llevados al poder por la mano de los Estados Unidos, consentidos por estos y jamás condenados por sus atrocidades, persiguieron de modo implacable al enemigo rojo, al que culparon mil veces de propagar la lucha de clases y con ella la violencia.
En nuestro país se cumplieron casi seis décadas de un conflicto que costó ocho millones de víctimas, cuyo origen y alimento permanente no fue otro que la idea de acabar con las repúblicas independientes comunistas que supuestamente crecían dentro de nuestras fronteras. Firmado el Acuerdo de Paz con las Farc, cumplido el desarme y convertidas estas en partido político, se suponía también que carecía de sentido la lucha de clases.
Pero nuestro continente late pese a la derrota proclamada. El siglo nació con la emergencia de la revolución bolivariana en Venezuela, un fenómeno político nuevo, ajeno por completo a luchas guerrilleras e insurrecciones populares planificadas de antemano por la dirección de un partido. Hugo Chávez ganó más de una docena de elecciones continuas, calificadas por la respetable Fundación Carter, como las más limpias en todo el planeta.
Conocimos del golpe de estado de abril de 2002, celebrado con alborozo por sectores poderosos en Colombia, en el que finalmente la participación del departamento de Estado quedó completamente probada. Cuando la felicidad colmaba a los golpistas en el palacio de Miraflores, una impresionante ola humana de millones de venezolanos lo rodeó exigiendo el regreso de su Presidente legítimo. Elecciones y multitudes exultantes, una insospechada ruta nueva.
El chavismo simplemente se constituyó en una respuesta firme a las medidas de ajuste impuestas por el Fondo Monetario Internacional, adoptadas sumisamente por los diferentes gobiernos del continente. Al menos un pueblo se atrevía a ensayar un camino distinto, que ponía por delante al ser humano y a su dignidad, frente a la avaricia desmedida del gran capital trasnacional por los recursos naturales y las riquezas que autoproclamaba suyas.
Por eso el golpe y su fracaso. Entonces florecieron alternativas democráticas y progresistas en varios países. Lula, Kirchner, Vásquez, Evo, Correa, Lula, Ortega, Zelaya, cada uno a su modo, pugnaron por soberanía, democracia, defensa de sus bienes comunes, atención a los más pobres, solidaridad con la Cuba socialista. Igual que con Chávez, la respuesta de los centros económicos internacionales y las clases pudientes no se hizo esperar. Había que sacarlos.
Por obra de la Carta Democrática de la OEA, sugerida en mal momento por Washington, los gobiernos del continente debían repudiar las dictaduras. Los golpes clásicos estaban descartados. Aunque se podía convertir esos gobiernos indeseables en dictaduras. Financiar la formación de líderes y movimientos. Usar el gran poder de la propaganda sucia. Corromper, pagar. Crear grupos de choque, provocar. Difundir la idea de régimen violador de los derechos humanos.
Valerse del menor pretexto o crearlo. Las agencias norteamericanas y europeas de prensa y los grandes medios de comunicación locales, terminaron por articularse con sectores parlamentarios, judiciales y militares a objeto de derribar con disimulo al enemigo. Clave enfrentar pueblo con pueblo, al fin y al cabo, indios, negros, pobres diablos. Muertos, heridos, saqueos, caos. Lo vimos en Venezuela contra Maduro. En Nicaragua contra Ortega. Recién lo vemos con Evo.
De repente se les aguó la fiesta.
Andrés Manuel López Obrador ganó en México. Y Fernández en Argentina.
Los pueblos de Ecuador y Chile se irguieron masivamente exigiendo respeto
Sacaron a Lula y Dilma. Compraron a Moreno para traicionar a Correa. Crearon ídolos de barro como Macri, Bolsonaro y Duque. Se frotaron las manos saboreando la caída de Maduro. Pero de repente se les aguó la fiesta. Andrés Manuel López Obrador ganó limpiamente en México. Y Fernández recién se impuso en Argentina. Los pueblos de Ecuador y Chile se irguieron masivamente exigiendo respeto. El campanazo de alerta tiene perplejos los amos.
Es la historia. Todo se trasforma continuamente. Hoy se triunfa, mañana se cae, pasado se regresa. Los pueblos avanzan por encima de todo. La ruidosa voz de un poder temeroso se encarga de crear fantasmas. Colombia lo vive. Al solo anuncio de un paro de protesta contra el gobierno actual, brotan histéricas manifestaciones de provocación y odio. Cualquier horror puede esperarse de masas inconformes en las calles.
Aun rodeados de agitaciones profundas, podemos elegir el camino para atender las injusticias propias. Se trata del diálogo, la concertación, la firma de acuerdos y su cumplimiento. Sin la violencia cíclica. La lucha debe ser tan sabia como las aguas del mar.