La lucha almada: el terrorismo de la razón

La lucha almada: el terrorismo de la razón

Por: Nelson Cárdenas
diciembre 07, 2013
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La lucha almada: el terrorismo de la razón

 

Ha muerto Mandela y en medio de todos los titulares que la prensa mundial emite sobre el suceso, lo que parece entenderse es que el gran triunfo de Tata fue darle los derechos civiles a la población negra sudafricana: que pudieran votar, circular, poseer y vivir sin ser excluidos por su color de piel. Una especie de héroe libertador, muy digno de ser “inmortalizado” en alguna producción de Hollywood que seguramente será Oscar el año entrante. Tendrá luz sobre su pelo y música épica y alguna inevitable comparación con la bondad de los mitos fundacionales de cualquier nación occidental. Toda una gran parafernalia compungida que loa trivializando el verdadero sentido de la obra de un hombre que, habiendo militado en la lucha armada y participado de la tan usada por todos –estados e insurgencias- combinación de formas de lucha, halló en medio de sus 27 años de encarcelamiento en condiciones inhumanas de aislamiento el secreto para enfrentar y desarmar a un enemigo: tocar su alma. Reconocerlo como un humano, igual a él en derechos, distinto en muchas cosas, pero con sentimientos comunes como ser humano que es.

Reconocer al enemigo para transformarlo en un oponente. Reconocerlo para obtener a su vez el reconocimiento… pareciera ser un asunto simple y a la vez inocuo, más cuando se trata de enfrentar a un enemigo en armas y con disposición a la violencia y al engaño porque ¿de qué puede servir reconocer al enemigo cuando este me apunta con un arma o me aterroriza con modos de actuar o de pensar que amenazan mi forma de vida en la que tanto creo?

Dicen que una de las cosas que debe hacer un secuestrado ante su captor es intentar que este lo reconozca no como una mercancía sino como una persona. Que hable, que cuente chistes, que comente el clima, que busque un grado mínimo de empatía para obtener una dimensión humana. Si lo logra, el secuestrador no tendrá tan fácil eliminar a uno que como él, vive.

Reconocer al enemigo es una cosa compleja y a la vez peligrosa, más cuando se está con la fuerza física (y con la posibilidad de publicitar sus razones) a favor. Por lo general quien se encuentra en la posición de poder no quiere perder sus privilegios y reconocer al enemigo y a sus razones, sin importar cuales sean, le haría correr el riesgo de hallarle la razón y perder algo de los beneficios que ostenta. La razón de su fuerza le es suficiente y no está dispuesto a negociar nada. He ahí el origen de los conflictos, que intentan zanjarse rápidamente por la vía armada, pero que, bien visto lo tenemos, si las razones son poderosas no se extinguen a punta de pistola, bomba y motosierra.

La lucha armada en nuestro país es más antigua que nuestros años como estado nacional. Una colección de masacres en cada guerra constituyen nuestro largo parto de 200 años de las que no se escapan ni nuestro sagrado padre fundador, Simón Bolívar, quien además de los muertos en batalla y fusilamientos de prisioneros de guerra, tiene en su haber la muerte de civiles, cosa que a ojos de los hispanos de la época sería muy propio del guerrillero que era el ahora “Libertador”. A tiros y machetes los conservadores y los liberales intentan exterminarse desde antes de llamarse como se llaman y los reclamos de los que siembran la tierra han querido acallarse por parte de los que tienen los títulos de propiedad de la misma sangrienta y necia manera. Nuestro último gran conflicto completa ya 50 años y la inútil solución de barbarie y esterilidad ha sido siempre la guerra en todas las escalas. El terror, la mentira, la coacción de parte y parte, propias de la degeneración de las guerras largas, terminaron torciendo cualquier ideal y nos han dejado tristes y derrotados moral y físicamente a todos, combatientes y apoyantes, legales e ilegales, legítimos e ilegítimos, en sentados sobre cerros de cadáveres de todos los estratos, edades y razas.

Hoy finalmente guerrillas y gobierno, tras convencerse de la inalcanzabilidad, de la derrota militar absoluta del enemigo si las razones que lo mueven siguen sin solucionarse, se han sentado a negociar. Sentados a reconocer al otro, a entender que el odiado, el “mal” encarnado, el terrorista de selva o de Estado, también se ríe y llora, le gusta el sancocho y la selección Colombia en el Mundial y sueña con un país para sus hijos. Con todo y los dolores que se han causado, con todo y su visión confrontada de sus modelos económicos y sociales empiezan a entender que algo podrá negociarse, algún salida habrá de haber mejor que seguir fertilizando nuestra tierra con hemoglobina. Y eso también que entenderlo nosotros. Desmovilizar los espíritus y encontrar que parte de la guerra hemos alimentado tendremos que desarmar.

Mandela, líder guerrillero, levantado en armas contra un sistema absurdo de opresión, señalado terrorista por los grandes poderes que hoy lloran hipócritamente su muerte, aún en la cárcel logró lo imposible: liberándose de su odio tocó el alma de sus carceleros y del gobernante que lo aprisionaba, reintegrando al final a un país irreconciliable. Un proceso lento y doloroso al que no le faltaron dentelladas feroces de los hijos de la guerra, de los que no conocían otro lenguaje distinto al del extermino del otro. Sus dolores, profundos y antiguos, justificaban cada torpedo que le enviaban al proceso de reconciliación. Y sin embargo, consecuentes, él, Botha y de Klerk, resistieron y continuaron contra todo pronóstico. Hablando sin matarse, reconociendo en el otro alguien con los suficientes valores para discutir sus ideas, a pesar de la violencia extremista que se esmeraba en encontrar un fisura en su voluntad. Y por ahí tendremos que pasar nosotros, extinguiendo la viabilidad de la lucha armada uribista o fariana, porque las balas no nos llevaron a otro lugar que al desastre moral, para pasar a un espacio donde nuestras diferencias no se intenten resolver con la vida del opositor, sino con la confrontación de las ideas con las ideas.

El apartheid fue el último vestigio de un paradigma que duró 300 años y fue otro paradigma roto, la lucha almada, quien le dio la puntada final. Y aunque el estado actual de Sudáfrica dista mucho de ser un paraíso, comprometido como muchas sociedades en un sistema extractivista y de aspiración al desarrollo por encima de la equidad social, el camino recorrido por este país lo ha llevado lejos del hoyo infecto en el que se encontraba en los 90. Y eso me da esperanza para este, mi país.

@NelsonCardena

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