Cuando son las cuatro de la mañana comienza el movimiento en la calle Jorge Isaac. Es una de las “callecitas de Cartagena” como las que nombra la cantante Arabella, en aquella canción del mismo nombre.
A esa hora, para evadir el sol que calienta desde las seis de la mañana, la comunidad sale a buscar agua en el sitio que conocen como “La pileta”. A pesar de no ser agua bendita, razón tienen en llamarla así. Es una bendición para las 62 familias que hace 25 años levantaron sus casas en las faldas del cerro de La Popa.
Esta callecita de Cartagena, con nombre de literato (Jorge Isaac), es mejor conocida como calle de La Loma: nombre que describe mejor la topografía del lugar y reconoce las señas de esa inclinada y pedregosa vía.
“La pileta” es un tubo blanco que emerge de la tierra en la parte baja de La Loma. Hace parte del sistema regular de acueducto de la ciudad, operado por la empresa Aguas de Cartagena, que hizo presencia en la urbe en 1995.
“La pileta” es la fuente donde la comunidad se abastece del líquido. Gracias a la buena presión del tubo, como aseguran sus moradores, en minutos se llenan pimpinas, galones, tanques y ollas, para abastecer las albercas o tanques plásticos que tienen en sus casas, y así no tener que volver varias veces a la pileta.
Este servicio de agua le fue instalado a la comunidad de La Loma durante el mandato de Judith Pinedo. Cada vez que suben y bajan con sus tanques, muchos agradecen a la alcaldesa que les acercó el agua a sus casas. Antes tenían que buscarla en la entrada del barrio Simón Bolívar. “Bien abajo, pero bien abajo de La Loma, aclara Wilfrido Cañate Torres, quien afirma tener treinta años sin bañarse en una ducha. “Aquí toca es con la totumita, mi he’mano” (hermano), dice con una totumita imaginaria en su mano, como si se bañara en ese momento.
“La pileta” es también fuente de empleo para algunos moradores. Es el caso de Mingol, quien a diferencia de muchos en el sector, posee un patrimonio que muchos añoran: un burro de carga que pueda ayudarlos en la ardua y penosa tarea de subir todos los días el agua.
A Mingol le va muy bien con su servicio de agua a domicilio. Con seis tanques llenos recogidos en “La pileta” se gana dos mil pesos. Miriam Navarro vive hace más de diez años en el sector, su marido está en una silla de ruedas y ella no tiene fuerzas para cargar las pimpinas de agua. Miriam usa el servicio que Mingol ofrece. Paga diariamente seis mil pesos para que le lleve dieciocho latas de agua, unos ciento ochenta mil pesos al mes.
En un barrio estrato 3 como El Socorro, o Las Gaviotas, una familia de cinco personas paga (aproximadamente) 70.000 pesos mensuales. En barrios como Manga, una familia, con el mismo número de personas, paga de 100.000 a 140.000 pesos mensuales, y tienen agua 24 horas al día, durante los 30 días del mes.
“La pileta”, cuenta Wilfrido, también abastece a la gente que está más arriba, o sector Kennedy, al que los de La Loma reconocen como los de La Invasión: un grupo de nuevas casas hechas con tablas rústicas o bloques de cemento, encaramadas en las laderas de La Popa, las que forman laberínticos espacios que luego servirán de paso y refugio para las pandillas que transitan por el lugar.
Desde La Invasión, la vista hacia la ciudad es hermosa; es el mejor patrimonio del lugar, aseguran los moradores. Desde allí se divisa el Centro de Histórico y la avenida Santander con sus lujosos edificios de apartamentos. Aquí la gente también repite lo que he escuchado en otros sectores de las faldas de la Popa como Palestina, Mochila, Pablo Sexto o Loma Fresca. “Nos quieren sacar de aquí con el cuento de que esto es zona de alto riego, para luego construir hoteles de lujo acá arriba, para disfrutar de esta vista que nosotros tenemos ahora”, comenta Alfredo Jiménez, líder de la comunidad de La Loma.
Para ellos esa es la razón por la que no se les construye un acueducto digno. Beatriz Salas, lidereza de la comunidad, recuerda que el alcalde de la localidad, Carlos Crismat (en tiempo de Judith Pinedo) sacó una partida de 35 millones de pesos para hacer el acueducto que llevara agua a cada una de las casas del sector. Beatriz lo explica con mucha sencillez: “La idea era construir un tanque elevado por el sector donde está ahora La Invasión, que es allá arriba, bombear el agua por un tubo y llenar el tanque elevado, y luego repartir el agua a cada casa que baja por presión, una obra sencilla, que nunca funcionó”.
Si uno llega a La Invasión, podrá ver el tanque de unos cinco metros cuadrados, empotrado en el suelo, y que es hoy el sitio para entretenerse con todo tipo de juegos de mesa. A su lado se pueden ver varios tubos negros. “Estos tubos —explica Wilfrido— nos son para acueducto, estos tubos son para riego, ¿qué pasó? que los enterraron y se cristalizaron y luego se partieron. ¿Cuál es la verdad?, que el acueducto nunca ha servido. Hemos ido a la Defensoría del Pueblo, a la Procuraduría, y no han venido, nos han mamado gallo, y mientras tanto toca levantase a las cuatro de la mañana a recoger el poquito de agua.
Si uno busca en este relato, como en muchos otros a la fantástica Cartagena, se dará cuenta que su gente merece más el adjetivo que la urbe. Es la capacidad de una comunidad para adaptarse, crear a partir de la necesidad, o simplemente solucionar los problemas que corresponden a una administración que parece no habitarla.