El término “talión” deriva de la palabra latina “tallos” o “tale”, que significa “idéntico” o “semejante”, y se le designa a un arcaico tipo de castigo donde la pena no se entiende equivalente sino idéntica. Es un principio jurídico de justicia retributiva en el cual la norma impone un castigo que debe ser igual al crimen cometido, el popular “ojo por ojo, diente por diente”. Ese tipo de justicia retaliativa tiene su origen miles de años antes de Cristo. Esa ley ha desaparecido de casi todos los ordenamientos jurídicos del mundo a lo largo de la historia, aunque existen rezagos en países islámicos donde parcialmente se sigue imponiendo. En Colombia, con la Constitución de 1886 se prohibió la pena de muerte, lo que eliminaría de nuestro ordenamiento aquellos principios retrógrados de justicia, o eso pensábamos hasta la noche de ayer.
La noche del 9 de agosto de 2020 el país se prendió en llamas y manchó de sangre sus suelos, como ya es costumbre, aunque lo de ayer fue diferente. Lo que inició como una legitima manifestación motivada por la indignación de un pueblo que vio morir en manos de dos policías al señor Javier Ordóñez, terminó enlutando otras familias ajenas a lo ocurrido. Al señor Javier lo asesinaron dos policías indignos de tal título. La muerte de aquel padre de familia que suplicó incansablemente por su vida ante la mirada sórdida de aquellos uniformados, nos indignó a todos. Ese fue el inicio, un trágico inicio para lo que después se desató en la ciudad capitalina.
La manifestación que inició de manera pacífica, había sido reproducida por todos los medios nacionales. En algunos medios internacionales, la muerte del señor Javier como las múltiples manifestaciones ya hacían eco en el mundo. Los diferentes gobernantes, políticos y autoridades se pronunciaron, la presión mediática para lograr justicia se había conseguido. Esto no fue suficiente para algunos. La manifestación en el CAI donde murió Ordóñez se tornó violenta, comenzaron a lanzar piedras contra la integridad de los policías que allí se encontraban, a pesar que los uniformados implicados en el crimen ya habían sido retirados de sus cargos y no se encontraban ahí. Nada de eso importó.
Las arengas se escucharon en toda la ciudad: “nos están matando” gritaban unos, mientras lanzaban piedras a la integridad de los policías; “justicia” aclamaban otros, mientras encendían las bombas molotov quemando todo a su haber; “asesinos” señalaban aquellos que a la vez atentaban contra la vida de los uniformados. Los Hammurabis criollos creen ser enviados por Shamash a imponer su ley, la ley del talión, la venganza en propia mano, sin entender la necesidad de una transformación profunda alejadas de estas barbaries. Fueron a cobrar sangre con sangre creyendo que su actuar era legítimo. Tantos años de avances sociales echados a la basura. Recuerden que los que están colocando pecho por la institucionalidad también son padres, esposos, hijos, y sus vidas importan tanto como la del señor Javier, aunque algunos piensen lo contrario.
La policía respondió estos actos de violencia, con más violencia. No entendieron nada. El desenlace, ocho víctimas mortales, nuevas familias enlutadas, más lágrimas, más dolor, centenares de heridos entre civiles y policías. No nos están matando, nos estamos matando. Que trágica costumbre tenemos en este país de responder a la violencia con más violencia, ese ha sido el génesis de todos nuestros males, así surgieron las guerrillas, igual los paramilitares, y parece ser un círculo vicioso de nunca acabar. ¿Qué nos está pasando?
La familia de Ordóñez pide calma y acusa a los que llaman a más manifestaciones: oportunistas. La respuesta ante ese clamor de la familia, es convocar más marchas, en vez de implorar mesura. Ya no importa el sentir de la familia de Javier. Mientras tanto, aquellos vándalos que aprovechan las manifestaciones para imponer la violencia se preparan, compran la gasolina, alistan su armamento hechizo, se saborean con lo que vendrá. Los policías que se sacian con el uso de la violencia enceran los bolillos y aceitan sus armas, para desfogar su ira contra la población. Por otro lado, los encargados de manejar el presupuesto público se deleitan con la inversión que deberán hacer para reponer todo lo destruido. Esos que hacen política con la sangre, que bajo la comodidad de sus lujosas casas y desde su celular incitaron la violencia que llenó de sangre la ciudad, se alistan para una nueva faena. Al final, las victimas terminan siendo los inocentes. ¡Que desastre!
Lo sucedido es aberrante. Los culpables deberán ser castigados con todo el peso de la ley. Señalar toda una institución por los actos de unos pocos tampoco es el camino. Acabar la Policía Nacional es absurdo. ¿Que se necesita una reforma profunda a la Policía? Posiblemente, pero esa reforma no debe imponerse con sangre.
Nada justifica la violencia, nada justifica el derramamiento de sangre. La lucha no debería ser contra instituciones, sexos, razas, etnias, religiones, posiciones sociales o económicas o en contra de ideologías políticas. En este mundo existen personas buenas y otras malas, y estas últimas no son exclusivas de un sector o de otros. Somos más los buenos, aunque muchas veces parezca lo contrario. Mantener la calma mientras se clama justicia, llamar a la mesura a la población, que esto no sea el origen de una nueva violencia que marque nuestra historia.