Quizás ni entre el inconsciente colectivo postulado por Jung y aquello que Einstein llamó "la escalofriante acción a distancia" podríamos sacar una loca teoría sobre la buena suerte de algunos seres humanos. Durante siglos la humanidad se ha planteado esta pregunta sobre el destino, bueno o malo, de los individuos. Aun así, como solía decir Cortázar: “el azar hace mejor las cosas que la lógica”.
El caribeño posmoderno, indiferente a los cuestionamientos milenarios sobre el azar y la fortuna, ha evitado dicha incertidumbre y ha dado más que una respuesta, sobre todo para la buena fortuna de su coterráneo: la ley del perrateo. La ley del perrateo, por demás interesante, es un síndrome geoantropológico antillano que tiene lugar cuando un individuo, frente a la buena fortuna de su conocido, le otorga el descrédito verbal de todo su buen acontecer. Palabras más, palabras menos, se lo “perratea”.
Es curioso que, a pocos kilómetros, otras regiones del país en cambio valoran el quehacer de su vecino, dando muestra que contienen una sana autoestima común. Es decir, en el inconsciente colectivo albergan el valor mutuo. La carencia de este valor mutuo, sumada a la tendencia de menoscabar el éxito del conciudadano, fue objeto de estudio de los intelectuales interesados en la región, luego que el intelecto fue y ha sido mártir de dicho síndrome.
En una época, interesado en las disyuntivas que socavaban el tema, al primero que le escuché formalmente sobre la ley del perrateo, fue a un amigo que practicaba el bicicross apellidado Toro, él me contó que vio una entrevista que le hicieron al intelectual cordobés David Sánchez Juliao donde este, enunció el fenómeno como algo propio de la psique del caribe, adoquinado a esa confección perenne de no tomar nada en serio. Al segundo que escuché fue al poeta Federico Santodomingo que hacía sus denuncias, entre poemas y posturas de León Trotsky, sobre el perrateo, “mamadera de gallo” y “vacilón” a los escritores del caribe por parte de sus amigos.
Recuerdo que a Federico se le notaba su educación recibida en Rusia, suficiente para salir corriendo a leer a Tolstoi, Chéjov, Gogol y Dostoievski. Santodomingo decía en sus discursos de aquella época: “aprendamos de los comejenes que ellos sí se comen nuestros libros”. Al parecer, había un fuerte indicio de demérito hacia los intelectuales y artistas costeños, algo parecido a que las culturas populares dominantes no admitieran del todo la producción intelectual y el entusiasmo estético hacia las bellas artes de unos pocos.
Tiempo después, como el azar hace mejor las cosas que la lógica, llegó a mis manos un libro llamado Prólogos, diálogos y críticas del autor José Consuegra Higgins, llegó como caído del cielo y en una "la escalofriante acción a distancia", encontré aquellos episodios sueltos de vida en un resumen donde todo sobre la ley del perrateo quedaba resuelto. Había un capítulo titulado: Los escritores Costeños, los comejenes y Abel Ávila.
Este capítulo había sido el prólogo que José había escrito para el sociólogo y escritor Abel Ávila, lo había hecho como homenaje a aquel que se dedicaba a valorar lo propio. El libro de Abel se llamaba El pensamiento costeño y era un compilado de biografías sobre escritores de la región. En dicho apartado José Consuegra Higgins, en su reflexión crítica sobre la sociedad, ponía de manifiesto que el caribe no valoraba lo suyo y que el centralismo, al que se acostumbró el costeño, era propio del subdesarrollo y, por lo tanto, se hacía necesario valorar lo propio inmediato donde los esfuerzos intelectuales sean libres de los complejos centralistas.
Hizo, además, una reflexión histórica que evoca las insurgencias regionales que hubo en algunos países en pro de la preservación de las identidades culturales, étnicas, ancestrales, religiosas y de costumbres. Afirmando así, con las palabras de Tolstoi, lo que él llamaba el alma de los pueblos. Lo curioso del relato, es que José Consuegra Higgins, narra que mientras hacía el prólogo de Abel, tras una revisión de su biblioteca, se dio cuenta que sus libros de autores costeños estaban comidos de comején y que en ese momento lo llamó David Sánchez Juliao. Este, frente al escuchar el suceso, le dice que tenga por consuelo que los insectos gustan de lo nuestro. Plasmando, asimismo en dicho prólogo, la célebre frase de Federico: “aprendamos de los comejenes que ellos si se comen nuestros libros”.
Frente a la ley del perrateo José Consuegra Higgins termina afirmado: en la costa este síndrome es bastante notorio (…) alguna vez contaba yo una anécdota que simboliza la situación: Juan se encuentra con Pedro y hablan de Sebastián. Tengo entendido, opina Juan, que Sebastián es buen escritor y domina temas que investiga. Qué escritor, ni qué dominio, ni qué carajo, si ese tipo es amigo mío, yo lo conozco, replica Pedro. Quiere decir que, por amigo o paisano, jamás se puede tener importancia. Y la persona que hace la crítica no alcanza a darse cuenta de que al menospreciar al amigo o coterráneo, por ser amigo o coterráneo, se desprecia a sí mismo (Consuegra Higgins, 1995, p.359)