El arte de la lentitud, como lo expresa Kundera en su libro, se ha perdido en este siglo: el hombre vive con una sensación de fondo de que quizás podría aprovechar más el tiempo, estar haciendo más cosas o que podría llegar más lejos. Se siente culpable si el tiempo no es productivo o rentable. La velocidad es una manera de no enfrentarse a lo que le pasa al cuerpo y a la mente, de evitar las preguntas importantes. Carl Honoré lo explica de la siguiente forma:
“Una muestra escalofriante de lo que puede representar este comportamiento nos la ofrece Japón, donde tienen una palabra, karoshi, que significa 'muerte por exceso de trabajo'. Una de las víctimas más famosas de la karoshi fue Kamei Shuji, un agente de bolsa superdotado que, durante la prosperidad del mercado de valores, a finales de los años ochenta, trabajaba noventa horas a la semana. La empresa para la que trabajaba pregonaba su hazaña sobrehumana en boletines y opúsculos de adiestramiento, lo convertían en el modelo de oro al que todos los empleados debían aspirar” (Elogio a la lentitud, Honoré, 2004, pág. 4).
Una vida apresurada es una vida superficial en la que la realidad se nos escapa. Por ilustrar lo anterior: ir en el metro o en auto maquillándose, leyendo y pensando en los problemas de la escuela, del trabajo, o estar con el novio, no permite atender lo que ocurre alrededor. La memoria del ser humano se pierde de cientos de acontecimientos, que no hubo disposición para atender, ni tiempo para contemplar; ninguno de estos se significa porque lo que hubo fue apresuramiento y no calma, paciencia y disposición para vivenciar lo que ocurría alrededor.
“Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido. Evoquemos una situación de lo más trivial: un hombre camina por la calle. De pronto, quiere recordar algo, pero el recuerdo se le escapa. En ese Por el contrario, alguien que intenta olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrirle acelera el paso sin darse cuenta, como si quisiera alejarse rápido de lo que, en el tiempo, se encuentra aún demasiado cercano a él” (La Lentitud, Kundera, 1995, pág. 22).
La obra es una reflexión acerca de lo necesario que es disminuir la velocidad de algunas de las decisiones o del propio ritmo de vida para abrir la mente y dejarse llevar por la lentitud de la existencia. Como dice Vladimir Nabokov citado por Enrique Murillo: “Nuestra existencia no es más que una breve rendija de luz entre dos eternidades de tiniebla escribió Nabokov, quien a la vez calculó, que por lo general contemplamos el abismo prenatal con más calma que al otro al que nos dirigimos. O sea que no podemos perder el tiempo”.
La memoria mantiene eventos, no interesando su signo ideológico, sino su significado para un determinado grupo o comunidad. Esa es la razón de por qué no todos los acontecimientos a lo largo de la vida de una sociedad, o de una persona, se mantienen como recuerdo.
Para que ello suceda se requiere, entonces, lentitud. Esa es la velocidad de la memoria. En efecto, el ritmo de la memoria es lento, de tranquilidad, es esta calma la que permite que determinados sucesos se consuman, en el sentido de consumarse, de asimilarse, de integrarse y completarse, y que de esta manera se incorporen a la memoria.
“En la matemática existencial, esta experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones elementales: el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido” (La Lentitud, Kundera, 1995, pág. 23).
Así ocurre, en cierta forma, cuando un acontecimiento no se percibe experimentado; en consecuencia no se siente y como resultado no hay lenguaje que lo sostenga. Ahí el olvido social hace acto de presencia.
La dinámica social es de tal vertiginosidad que impide que un acontecimiento sea significativo porque aún no ha terminado de respirarse, de vivirse, de significarse, y ya está llegando otro, esto es, que los acontecimientos y experiencias no se anclan, no se integran o, como simplemente advierte Emilio Lledó: “la imposibilidad de que el presente no se consuma todo en el instante mismo en que es percibido” (Lledó, 1992, pág. 153).
En efecto, el entorno urbano con sus autopistas, edificios, plazas comerciales, autos, segundos pisos, el monstruo de las grandes ciudades se dispone de tal forma que provoca el aceleramiento de la gente, impide echar raíces y bloquea formas duraderas de sociabilidad
“Nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí misma. Ahora bien, prefiero invertir esta afirmación y decir: nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar y, para realizar ese deseo, se entrega al demonio de la velocidad; acelera el paso porque quiere que comprendamos que ya no desea que la recordemos; que está harta de sí misma; asqueada de sí misma; que quiere apagar la temblorosa llamita de la memoria” (La Lentitud, Kundera, 1995, pág. 77).
El éxtasis de la velocidad es una enfermedad moderna y está estrechamente vinculada al maquinismo; si se realizara un ranking de las frases que los seres humanos pronuncian más en la sociedad actual, en los primeros puestos seguro que se encuentra la de "no tengo tiempo".
En la modernidad, el hombre no escoge la velocidad, sino que está lo alcanza a él a través del teléfono móvil, el correo electrónico, las agendas electrónicas, la comida rápida… y sobre todo la sensación de tener que hacerlo todo en poco tiempo.
En última instancia, el exceso de modernidad propicia que los sucesos no se retengan, que los acontecimientos que se vivencian tan rápidamente no resulten significativos como para guardarlos en la memoria colectiva. Y para que la memoria pueda edificarse, requiere de quietud, de calma y tranquilidad, porque efectivamente la contemplación, está en el arte de la lentitud.
En otras palabras cada ser vivo, cada acontecimiento, tiene su propio ritmo o tiempo inherente, y tal vez el arte de la lentitud consista en descubrirlo y ajustarse a él. A él y al del hombre: descubrir su propio tiempo. No acelerarlo ni ralentizarlo.