La reflexión de Schopenhauer en cuanto a que las religiones, como las luciérnagas, necesitan de la oscuridad para brillar, sí que viene bien al caso.
Y el caso más resonante por estos días, es que el dalái lama, el autoproclamado “maestro reencarnado”, un hombre octogenario que personifica en la idolatría de muchos a una especie de todopoderoso sabio viviente, ha expuesto ante las cámaras e incluso ante el aplauso de una multitud delirante, otro episodio de atropello aberrante contra un niño, nada raro a fin de cuentas, pues es lo mismo que han acostumbrado otros maestros de esa comunidad, igual que lo han llevado a cabo por siglos y con impunidad pontífices católicos, curas y predicadores de “sucios hábitos” en todas las religiones y dogmas.
Pues ahí tenemos que este líder espiritual que, se dice, es la continuidad de vidas en purificación del pasado, ha agarrado a un niño que lo admira como un ser de luz, lo ha besado en la boca, lo ha acariciado ante las cámaras y le ha pedido que le chupe la lengua mientras se la pone en frente, todo en función seguramente de transmitirle parte de su perfección, su halo divino, nada que no sea propio de líderes religiosos de todas las mentiras místicas que se sienten tan superiores como para vivir con la convicción de que su piel perfecta purifica otras pieles, sobre todo si estas pertenecen a infantes fácilmente manipulables.
Pero, aunque eso ha sido y sigue siendo acostumbrado, lo estupendo en esta oportunidad, es que ante las cámaras y a la vista de miles de millones de personas en televisiones y redes, el niño que segundos antes ha mirado a su líder con éxtasis y le ha pedido que lo deje acercarse a él casi en forma de elegido, ha sentido notorio asco; asco ante el maestro reencarnado, fastidio ante el que simplemente se pone en evidencia como un viejo cerdo que le ha exhibido de cerca la lengua.
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El niño ha sentido notorio asco; asco ante el maestro reencarnado, fastidio ante el que simplemente se pone en evidencia como un viejo cerdo que le ha exhibido de cerca la lengua.
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Y ahí, precisamente ahí, es cuando este niño para a ser inusitadamente un efectivo elegido, uno que masivamente al unísono, pone en tela de juicio sin matiz alguno la venialidad de los sabios, la mala maña de toda esa gama gigantesca de burócratas religiosos que se consideran perfectos, soberanos e impunes.
El maestro reencarnado ha tenido, al menos, que salir a ofrecer disculpas públicamente. Pero no parece que ahí pare el asunto. Es profundo el efecto mediático, colectivo y, en este caso, afortunado de las redes, en cuanto a algo que antes podría pasar inadvertido u olvidado pronto.
Quizá se ponga en debate el Nobel de Paz y honores que le han sido concedidos; acaso se debatan invitaciones, congregaciones, sumisiones u honores nuevos; acaso el ser cuasi-perfecto que dice ser y que muchos creen o creían que es, tenga que parar, quizá verdaderamente pedir perdón, enmendar y aprender.
El niño que lo ha puesto en evidencia quizá abandone la adoración, quizá se deje de religiones y las creencias fantásticas, de pronto se haga un gran músico, un importante escritor, una persona de fiar, y esto es lo más importante, más incluso que la desmitificación de los líderes de esa descomunal, prolongada y poderosa componenda de las sectas religiosas de todas las alcurnias.
Que tan bien lo dice Michel Onfray en el Tratado de Ateología: «Entre todas esas teologías abracadabrantescas, prefiero recurrir a los pensamientos alternativos, a la historiografía filosófica dominante; las personas con humor, los materialistas, radicales, cínicos, hedonistas, ateos, sensualistas y voluptuosos. Pues ellos saben que solo existe un mundo y que toda promoción de los mundos subyacentes lleva a la pérdida del uso y beneficio del único que hay».