Hay algo que llama la atención sobre el caso del médico y los tres ladrones, y es en torno a qué se ha llevado la discusión en términos sociales. Hemos caído en la banalidad y lugar común de hacer juicios morales sobre un acto, acudiendo a la responsabilidad individual, y pasando por inadvertido un soporte de mayor peso ante dicho caso que hasta el momento no se ha discutido.
Mi sentido no es entrar en relatar el caso ya conocido, sino sobre dicha situación, hacer un ejercicio muy kantiano de juicio reflexionante, apelando a las valoraciones morales que se han hecho al respecto, valoraciones que han centrado la discusión en usar un enclave conceptual de “el ciudadano de bien” para darle legitimidad a una serie de prácticas individuales en el marco de la defensa de su integridad.
Dicho caso como hecho histórico es un buen ejemplo que nos debe llevar a interpelar sobre cuál es la idea de justicia y de mal que tenemos, pues ha sido a partir de allí donde las valoraciones morales de respaldo a ese hecho han dado legitimidad a una práctica que va más allá de un acto de defensa, y es el hacer justicia a partir de la individualidad.
Sobre este tema se presentan dos problemas que solo esbozaré en este escrito:
1) Que hemos caído en el lugar común de suscribir una idea neoliberal de que todo problema social, político, económico y de seguridad recae en el individuo, por lo que muchos defienden la actitud de defensa y justicia por las manos de cada quien ante cualquier acto que ponga en riesgo la seguridad ontológica.
2) Que hemos pasado por alto en la discusión pública la verdadera crisis del Estado Colombiano y la crisis moral que se ha incrustado e incubado por la horrífica historia de violencia.
Cómo a partir de un hecho, un gran número de personas introducen un recurso narrativo “el ciudadano de bien” para darle legitimidad a una práctica de seguridad autónoma, descontando que la demanda real que se debe hacer es al Estado y su aparato de justicia, precisamente por la inoperancia e ineficiencia ante sus funciones constitutivas; pasan por alto que somos sujetos sociales que hemos suscrito un contrato social que constituye al Estado, el cual debe ser el primero en responder ante cualquier grado de vulneración y falta de garantías de cualquier individuo, hemos obviado eso por años, lo que ha suscitado que la violencia se reproduzca en cada uno de los espacios sociales, y no bastando con eso, se comience discursivamente a darle legitimidad, y haciendo de esto un estado de purga entre unos y otros.
“El ciudadano de bien” como recurso narrativo de legitimidad, establece un “otro” el cual por obvias razones enunciativas “es ciudadano del mal” y establece así una distinción social en quienes dan defensa de dicho recurso, una especie de superioridad moral sobre el “otro” u “otros” que no están en la misma capacidad, pues es el otro quién representa el peligro. Disponer la categoría “de bien” demarca un exterior constitutivo, una forma de construir identidad entre quienes por superioridad moral son los “buenos” y los “otros” los “malos”.
Dicha distinción que no solo es simbólica, sino que da legitimidad a todo acto de justicia individual, se sobrepone e invalida las propias funciones del Estado. Este simple caso nos debe llevar a comprender la idea que tenemos del mal como un campo de problemas y comprender a su vez, las acciones que causan un daño moral como hechos concretos, a partir de nuestras acciones humanas complejas con las que terminamos siempre destruyendo a “otros”. Se trata de cómo esas descripciones bajo un marco de referencia moral y de expresión crítica, facilita formas de ver cosas que no hemos advertido.
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