Alguien camina en la noche por una calle solitaria de la enorme ciudad de Bogotá. Toma un puente peatonal para cruzar la calle. Al ruido de sus pasos presurosos se suma el correteo de otros que le van pisando los talones. De repente, siente que lo están rodeando tres hombres.
Amenazan con matarlo si no les entrega sus pertenencias y el dinero. Uno blande un cuchillo y otro una pistola; el tercero se encarga de inmovilizar a la víctima. De repente, el hombre maniatado, desenfunda un arma y dispara seis veces. Los atracadores caen heridos de muerte. La víctima se pierde en las sombras de la noche.
Como si fuera el guion de la película “Joker”, un médico anónimo acaba de dar cuenta de tres delincuentes con un enorme prontuario criminal. Ha hecho justicia de la manera más espectacular posible. Se atrevió a hacer lo que no han podido, ni la Policía, ni las víctimas de los tres hombres que yacen en el puente peatonal. Le ha quitado un peso de encima a la sociedad, quitando del camino a la escoria que hace del crimen su negocio. Literalmente, ha puesto la mugre bajo el tapete.
De una u otra manera, el médico ha evitado, tal como hace en su trabajo diariamente, la muerte de más personas inocentes que en la ciudad de Bogotá, capital de Colombia, uno de los países con mayores índices de criminalidad de América Latina y probablemente del mundo entero, mueren día a día por evitar que un criminal les arrebate su celular o les quite su dinero, por el que trabajan tan duramente.
La polémica que levantó la acción heroica del médico ha hecho que muchas personas se replanteen la idea de la legítima defensa en un país donde, resulta evidente, no existe autoridad, y a la que hay, parece haberle quedado grande ejercer el imperio del orden y la ley. Justo es ese el problema en Colombia: existen más leyes que soluciones a los problemas.
La tesis de una supuesta sensación de inseguridad, de la que los medios, principalmente los noticieros que se nutren del amarillismo y el sensacionalismo mediático, hablan constantemente, queda anulada con el peso de las evidencias, que en menos de una semana, se han repetido en diferentes ciudades de Colombia. Ciudadanos que recurren, sin otra alternativa, a dar cuenta por su propia mano de los delincuentes. Si existiera el derecho constitucional a la legítima defensa y al porte de armas, ¿quién de nosotros no hubiera hecho lo que él médico para salvar su vida y de paso la de otros inocentes?
Al debate han entrado las principales figuras políticas, principalmente las voces progresistas y buenistas, quienes afirman que existen medidas coercitivas y pedagógicas efectivas para volver a enrumbar a los criminales que tienen como profesión el atraco a mano armada, sin que les importe poco o nada la vida de sus víctimas. La psiquiatría afirma que una vez que alguien, por lo general individuos con rasgos psicopáticos, matan una primera vez, lo vuelven a hacer repetitivamente. Y lo peor de todo, sin ningún aspaviento y con creciente excitación al perpetrar un nuevo crimen.
En la mente del ciudadano corriente que paga, entre otras cosas con sus impuestos, el sueldo del cuerpo de Policía Nacional, surgen preguntas capciosas. ¿Qué pasaría si se acabase el crimen y las ciudades de Colombia fueran como las de Suiza, Noruega, Dinamarca o Japón?, ¿qué papel jugaría la Policía?, ¿no podría el gobierno invertir en otros rubros vitales como la salud, la educación o la cultura?
Todo esto parece tan extraño que tras ver las noticias donde se afirma la presunción de inocencia de los criminales que tienen a sus espaldas sendos prontuarios, mientras se sataniza y se criminaliza a la víctima que hizo justicia al defenderse legítimamente, podría pensarse que no estamos tan lejos de la trama de la novela de Orwell o de la pesadillesca Inquisición Española, donde se juzgaba como culpables a los inocentes y a los victimarios se los declaraba santos o prohombres.
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