La única vez que la Comandante Maribel Porras Gil se puso nerviosa en un vuelo fue en el año 2000. En el Boeing 767 de Avianca que cubría la ruta Bogotá-Curazao, el avión perdió los dos sistemas hidráulicos. En otras palabras el aparato se había quedado sin frenos ni tren de aterrizaje. Sacó fuerzas de flaqueza y le habló a los 152 pasajeros: “Hay una falla técnica pero todo está siendo controlado”. Respiró hondo y recuperó la calma. Recordó todo el entrenamiento, los cinco años que llevaba siendo la única latinoamericana capaz de comandar el avión más grande de todos. Por eso puso en funcionamiento, casi milagrosamente uno de los sistemas hidráulicos que le permitiría maniobrar lo suficiente para aterrizar de emergencia. Los pasajeros gritaban mientras se encomendaban a Dios. El aterrizaje fue abrupto, salvaje. El avión había quedado en medio de la pista. Nadie resultó herido. Había hecho una maniobra notable que le valió aún más la admiración de experimentados comandantes hombres.
Maribel Porras Gil, desde que era una niña en los años sesenta, soñaba con volar. Cada vez que un avión surcaba los cielos salía al amplio patio de su casa en el barrio Modelia en Bogotá a ver como los aviones se aprestaban a aterrizar en el Dorado. A sus papás les molestaba la cercanía con el aeropuerto. A la niña le encantaba tanto que le pidió una navidad a su papá que le pintara en su cuarto la figura de un avión despegando. Quería, cuando fuera grande, manejar uno de esos monstruos. Su papá, con cariño, le iba advirtiendo que eso era imposible, que la única manera de que una mujer fuera parte de la tripulación de un avión era siendo azafata. Las mujeres no volaban.
A los seis años voló por primera vez. Fue un viaje a Cúcuta junto a su hermana Esmeralda. Veía la blancura de las nubes, la inmensidad. Pensaba que desde la cabina podía ver mejor el paisaje. Desde la cabina ella sería la dueña del viento y el infinito.
En 1974, casi que resignada, entró a la Universidad Javeriana a estudar medicina. Seis meses después, y con la ayuda de su mamá, se matriculó casi que a escondidas en la Escuela de Aviación. Cuando su papá se enteró llegó a un acuerdo con ella: si no abandonaba los estudios de Medicina, no tendría ningún problema en permitirle dejarla estar en la Academia. La primera clase aún la recuerda. Terminó mareada, destruída. Su instructor la puso a hacer maniobras aéreas en doble comando. Creyó que no servía para eso. Voluntariosa, regresó al otro día. Al mes ya sabía que no se había equivocado. La vocación estaba más que firme.
Al final no le pudo cumplir la promesa a su papá: se retiró de Medicina y se graduó, el 31 de diciembre de 1979, como piloto. Esa fecha la tiene labrada en una esclava que aún reposa en su muñeca. Esperanzada llevó de inmediato su hoja de vida a Avianca y allí la rechazaron. Ni siquiera le recibieron la hoja de vida. En 1981 tuvo que conformarse con llevar ejecutivos en bimotores y monomotores a Yopal, Arauca y otras zonas petroleras. Desde esa época se volvió experta en aterrizar en pistas destapadas, polvorientas.
Los pasajeros desconfiaban de que una mujer fuera capaz de manejar un Cessna. En uno de sus primeros vuelos un ingeniero gringo que era su pasajero dijo apenas la vio “Yo no voy a subir en ese avión”. Era un vuelo Bogotá-Yopal. Ella, con la tranquilidad con la que muchos años después manejó problemas terribles como quedarse sin tren de aterrizaje en pleno vuelo, le dijo: “Hay que llamar a la gerencia a ver que dicen, pero soy la comandante asignada a este vuelo”. Llamó. El mensaje fue escueto: “Diganle al gringo que tiene que volar con ella, que no hay más pilotos”. Asustado y resignado el pasajero abordó el Cessna 206. Cuando aterrizó el gringo no sólo aplaudió aliviado. Se despidió de ella diciendo que el aterrizaje, en una pista destapada y artesanal conocida como La última lágrima, había sido perfecto. Desde entonces el gringo sólo quiso volver a Yopal con Maribel Porras.
Durante siete años Maribel llevó su hoja de vida a Avianca. La puerta se abrió en 1987 y fue gracia a un amigo de su esposo, el también piloto José Domingo López. El 10 de agosto de ese año formó parte del equipo de copilotos. Voló primero un 727, un 767 y después un Jumbo. Era la copiloto de su esposo. A veces incluso llevaban en la cabina a su pequeña hija, quien no paraba de preguntar para qué servían cada uno de los botones.
En 1995 tenía tanta experiencia y tanta confianza dentro de la aerolínea que se convirtió en la primera mujer en comandar un Boeing 767. Ya consagrada tuvo que soportar el machismo de más de un pasajero. Una tarde, cuando iba a hacer el vuelo Bogotá-Cali dio el aviso de bienvenida y un pasajero que estaba en clase ejecutiva se quejó de que fuera una mujer. Quiso bajarse, alcanzó a armar escándalo. Maribel, imperturbable, le envió un Whisky “Dígale que es a nombre mío y que celebre porque hoy es el primer día que va a volar con una mujer”. El pasajero, agradecido y sorprendido, pidió permiso para pasar a la cabina pero estaba prohibido. Cuando aterrizaron en el Bonilla Aragón la esperó que saliera y le pidió disculpas.
Sus 17 mil horas de vuelo y 30 años de experiencia en Avianca terminaron abruptamente con el paro de Avianca. Ella fue una de las ocho comandantes de vuelo que Germán Efromovich descabezó por apoyar el paro de pilotos. A sus 58 años se siente frustrada. Tiene las mismas ganas de volar que tenía cuando era una niña y veía a sus aviones pasar rasantes por su patio en el barrio Modelia de Bogotá