Las grandes movilizaciones populares que están en pleno furor y desarrollo en diversas regiones del mundo vuelven a colocar a la orden del día la palabra “revolución” [1].
Las masivas protestas afectan a gobiernos de izquierda y de derecha; proimperialistas y antiimperialistas; europeos, asiáticos, africanos, latinoamericanos y medio-orientales. Han sido lideradas por millones de jóvenes y mujeres que enfrentan la desigualdad, la discriminación y precariedad de la vida que incluye la crisis climática (obra del capitalismo depredador).
Entre ellas, lo que sucede en Chile tiene que ser destacado. Explotó lo que tenía que estallar en una país que ha sufrido condiciones de opresión y control extremas. El pueblo chileno se rebeló y en ese proceso ha revivido formas de “autoorganización” (asambleas autoconvocadas, populares y territoriales) que no estaban en los cálculos de nadie.
La población movilizada de ese país desconfía de todos los partidos políticos que —de una u otra manera— fueron cómplices y conniventes con la dictadura militar y con la aplicación de las más agresivas políticas neoliberales. Por eso, solo confían en su fuerza autoconvocada. Es algo de gran trascendencia para el futuro de los pueblos y trabajadores del mundo entero.
Tal fenómeno es esencialmente revolucionario. Implica un paso de autodeterminación popular que puede ser el inicio de un proceso de mayor profundidad. Y por tanto, exige a los revolucionarios (quien quiera serlo) una actitud diferente a la tradicional, de creación e innovación sobre la marcha y que recoja las lecciones del pasado.
¿Qué pasó con la “revolución”?
La palabra revolución no quiere ser pronunciada por la gran mayoría de dirigentes y partidos de “izquierda”, pero, paradójicamente, si es utilizada por las derechas ultraconservadoras.
Sucedió que dicho término fue usado por quienes proclamaron el “socialismo del siglo XXI”, pero en la práctica terminaron aferrándose al aparato estatal (burocracia/ejército) sin impulsar ninguna transformación sustancial, más allá de proclamar una supuesta independencia (formal) del imperio estadounidense pero sin lograr construir una efectiva autonomía y soberanía.
Hay que reconocer que en sus etapas iniciales esos gobiernos hicieron esfuerzos importantes por recaudar mayores rentas estatales (incrementaron los impuestos a las empresas transnacionales) y distribuir los ingresos del Estado entre los sectores sociales más afectados por las políticas neoliberales. Sin embargo, no lograron “tocar” la esencia del capitalismo imperante.
El problema consiste en que —aún sin proponérselo— degradaron la imagen de la “revolución”. En su ejercicio estatal perdieron la capacidad crítica, permitieron que fuerzas corruptas se treparan y atraparan la gestión oficial y debilitaron los movimientos sociales al desconocer su autonomía.
Como magistralmente lo describe Massimo Modonessi, las izquierdas progresistas usaron una serie de atajos para construir su hegemonía electoral (el discursivismo, caudillismo, estatismo y negación de la lucha de clases), lo que desarmó políticamente a los trabajadores y a los pueblos. Hoy, los hechos han desnudado la debilidad de ese tipo de “hegemonías” y estrategias.
Son hechos que hay que aceptar para poder responder a los retos que presenta la vida. Negarlos no conduce a ninguna parte y otorga ventajas a quienes quieren someter a los pueblos.
Las rebeliones populares y su perspectiva
Se observa que las movilizaciones populares en curso no cuentan con una orientación y una organización política uniforme, visible u orgánica, aunque las derechas latinoamericanas quieren atribuírselas al Foro de Sao Paulo y demás “complots castrochavistas”. No obstante, esa situación no debe llevarnos a calificarlas de ser totalmente “espontáneas”. En realidad, son fruto de procesos reales, acumulados y concretos que tienen una explicación en cada caso particular.
Sin embargo, son procesos incipientes que corren el peligro de ser canalizados por las derechas populistas, conservadoras y fascistas que se muestran opositoras a la globalización neoliberal y ofrecen el nacionalismo hirsuto y reaccionario como fórmula de salvación, mientras las “izquierdas” asumen posiciones “defensistas” que llevan a la derrota a las luchas populares [2].
En realidad, las derechas no ofrecen soluciones viables pero logran dividir a los trabajadores y a los pueblos con estrategias mediáticas que aprovechan la vacilación de las fuerzas progresistas que las bases populares perciben del lado de las burguesías globalizadoras porque se muestran timoratas y adocenadas al darle prioridad al escenario electoral e institucional (ejemplo, las fuerzas de izquierda en Colombia se muestran al lado y hasta subordinadas al expresidente Santos).
Además, debemos tener en cuenta que los proyectos falsamente “nacionalistas” como los de Trump (EE.UU.), Johnson (RU), Modi (India), Bolsonaro (Brasil) y demás parecieran tener su contraparte en las posiciones de Putin (Rusia), Xi (China), Rohaní (Irán), Maduro (Venezuela), etc., que utilizan el llamado multilateralismo para generar ilusiones alrededor de confrontaciones “geopolíticas” pero, en verdad, no enfrentan para nada el sistema capitalista imperante.
Entonces, la tarea central es darle continuidad y profundizar el proceso de insurgencia política y plasmarla en nuevas formas de organización popular. Luchar contra el “sectoralismo” o “corporativismo” dentro de las luchas sociales es una de las tareas urgentes, sin que ello signifique desconocer las causas particulares de cada sector sino saberlas juntar de una forma nueva y creativa, potenciando la unidad frente a los gobiernos corruptos y capitalistas.
Y también, enfrentar con mucho tino y paciencia los intentos de cooptación institucional que utiliza también a los partidos “progresistas” y de “izquierda” para aconductar a las masas y “restablecer el orden”, labor que no es fácil de hacer y que a veces se confunde con sectarismo.
En medio de todo ello, hay que evitar el triunfalismo/derrotismo que surge de no identificar adecuadamente el llamado “espontaneísmo de las masas”. Triunfalismo, cuando se mide con extremado optimismo las conquistas del movimiento y no se tienen en cuenta las fuerzas del contrario. Y, derrotismo, cuando se sobrevalora la fuerza del enemigo y no se alienta a los pueblos y a los trabajadores a llevar al máximo sus esfuerzos y luchas.
La experiencia demuestra que la organización de nuevo tipo que va surgiendo cumple funciones múltiples; alimenta y fortalece la lucha y crea autogobierno permanente. Para hacerlo, debe ser lo más amplia y democrática posible. Querer que el movimiento logre metas mayores a su verdadero potencial solo lleva a la frustración y al debilitamiento del proceso. Por ello debemos evitar la “ansiedad controladora y conductista” y respetar la dinámica propia del movimiento. No es fácil y seguramente no se acertará en todo.
De lo que estamos seguros es que el “topo” sigue cavando. Y lo hará cada vez mejor.
[1] Durante 2019 las protestas involucran a múltiples sectores sociales de decenas de países que en orden cronológico han ocurrido en Francia, Sudán, Zimbabue, Venezuela, Argelia, Haití, Hong Kong, Costa Rica, Puerto Rico, Argentina, Honduras, México, Papua Guinea, Irak, Cataluña, Ecuador, Líbano, Chile, Bolivia, Irán, Colombia e India. Además, se debe incluir las movilizaciones globales contra el cambio climático, que tuvieron fuerte presencia en Europa y EE.UU., así como las movilizaciones de mujeres y estudiantes en todo el mundo (nota del autor). [2] En muchos países (Grecia, España, Reino Unido, Brasil, Bolivia, etc.) las fuerzas de “izquierda” se involucraron casi totalmente en la “gestión del Estado heredado”, se acomodaron al Sistema y generaron una especie de “vacío político” que ha sido ocupado por las fuerzas “nacionalistas”, ultraconservadoras y neoprotofascistas, para hacerse al gobierno o avanzar con mucha fuerza en todo sentido (nota del autor).