La imagen de abajo corresponde a la forma en que se hacen las filas para reclamar el subsidio de Familias en Acción en los municipios antioqueños de Betulia y Urrao. Los dos se ubican en el suroeste de Antioquia, separados por 35 minutos de vía pavimentada en su totalidad. El primero reconocido productor de café, el segundo hace parte de la despensa agrícola del departamento, pero también es reconocido por una creciente vocación turística. A pesar de la similitud de uno y otro, la imagen demuestra lo disímil que es la actividad pública en los dos. ¿Y por qué hablar de función pública? Bien, sigamos con el ejercicio comparativo. De un lado está el campesino que tiene que lidiar con los afanes propios de su realidad: que no lo deje el camión escalera, que el trabajo en su parcela de pancoger se mantenga, que la vía esté en buen estado y le permita llegar a tiempo (Betulia tiene veredas a 4 horas de distancia), qué decir del abrasante sol que golpea sobre su espalda mientras espera poder reclamar un subsidio que en tiempos de coronavirus será el único recurso que tendrá en mucho tiempo, pero, sobre todo, los pico y cédula que le imponen desde la centralidad de la administración, que le aumenta el anhelo de poder hacer el mercado antes de que lo deje el transporte, sumando a sus afanes el hambre y la incertidumbre de saber cuándo podrá salir de nuevo.
De otro lado, la jurásica función pública, en cabeza de quienes reciben honorarios públicos para cumplir con una responsabilidad que estará permanentemente bajo supervisión de la ciudadanía, llega cumplidamente a la hora de apertura de su oficina, ni un minuto antes, ni un minuto después, absorto del contexto de esa comunidad que paga indirectamente el cumplimiento de los objetivos pactados en su contrato. El funcionario está sentado en su silla ergonómica, a la sombra, sin más esfuerzo que le exige buscar las letras en el teclado de su computador, con sus horarios para almuerzo preestablecidos y debidamente cumplidos y a cuya cita acude puntualmente a dos o tres cuadras de su oficina, no más lejano de esto está su hogar. Pero cuando se hace el más mínimo reparo al desorden y el peligro que ello representa en las filas que hay en algunos pueblos, las mismas que hay en sus vecinos municipios con mayor control, aparecen las cortinas de humo lanzadas desde los comité de aplausos de aquellos alcaldes que perciben más dócil eludir las críticas que aceptar los errores e implementar correctivos, esa actividad tan simple de la función pública “moderna” que hace parte del ciclo PHVA (planear, hacer, verificar, actuar).
No se puede exculpar la incompetencia e inoperancia de algunos funcionarios públicos en las necesidades, algunas veces básicas, de quienes ante sus penurias y una crisis de la magnitud que vivimos en el mundo entero actualmente, se guían por el hambre y la incertidumbre, mientras que quienes no ven más allá de la pantalla de su computador tienen todo solucionado una vez terminada su labor, gracias precisamente a esos en quienes se descarga hoy la responsabilidad de asumir autocontroles mínimos como un tapabocas, orden en la fila, pero ante lo cual, ni siquiera en eso encuentran ejemplo de aquellos en quienes realmente está esa actividad. A esto se suma, además, que algunos funcionarios públicos, frente al liberal y democrático ejercicio de la crítica y la veeduría, se apersonan a tal punto que se enfrascan en discusiones y peleas que lo único que hacen es abstraerlo de lo realmente importante y hace que terminen descargando su responsabilidad como funcionario público en quien es la razón de ser de la función pública: el ciudadano. La función pública no es para servirnos a nosotros mismos, en forma de remuneración, felicitaciones, adulaciones, likes en redes sociales, votos, etc., no, la función pública es tan simple como su nombre.