Ella, cuyo nombre no quiere decir, se subió al Transmilenio el pasado martes. Iba como todos los días al trabajo. A diferencia de otros días encontró un lugar donde sentarse. Atrás de ella iban unos jóvenes molestando. Alcanzó a escribirle a su mamá diciéndole que ya iba en camino para el trabajo. Después no se acordó de más. Abrió los ojos al otro día, casi doce horas después. Estaba en un lote al lado del Policlínico del Olaya. Se arrastró hasta una cafetería, se sentía mareada, desolada. Todo el cuerpo le dolía. Mientras tanto sus amigos y su familia la buscaban con desespero. No sabían de ella que nunca se perdía, no sabían de ella que siempre fue de la casa al trabajo.
En esa cafetería la joven empezó a reconocerse el cuerpo, mordiscos en los brazos, moretones en las piernas, la ropa desgarrada. Había sido violada y golpeada como Rosa Elvira Cely, como tantas otras mujeres que cada día son presas de una ciudad despiadada en donde el respeto hacia ellas no existe. Se salvó de milagro. Transmilenio aún no dice nada. Cada vez que uno sale a la calle puede convertirse en una víctima. Esa zozobra, esa incertidumbre es lo que hace de esta ciudad un pequeño infierno para nosotras, las que tratamos de ganarnos honestamente la vida