Desde el año 2012 Bogotá está implementando un modelo de jornada única o ampliada en 104 colegios, en los que brinda educación a más de 200.000 estudiantes. Es una propuesta que consolida el derecho integral a la educación, por el que se han realizado importantes esfuerzos en la capital en los últimos quince años y que ya ha garantizado una cobertura muy alta para la educación básica, gratuidad y la entrega de la merienda y el almuerzo a una buena parte de los estudiantes que hoy asisten al sistema escolar público en la ciudad.
Sin dudarlo, tener a los jóvenes en las escuelas es mejor que dejarlos deambular por las calles y por ello los países que han implementado esta medida encuentran que su efecto es favorable para reducir el nivel de embarazo de las adolescentes y el riesgo de convivir con la delincuencia barrial. Estos dos hechos por si solos muestran las enormes bondades de una medida de esta naturaleza en el proceso formativo de los muchachos. Sin embargo, teniendo en cuenta los altos costos que demanda, las preguntas que debemos hacernos son hasta qué punto esta medida actualmente nos está ayudando a mejorar la calidad de la educación y cómo podríamos garantizar que contribuya a impactarla de manera más estructural.
Si bien es una disposición que ya se ha adoptado previamente en algunos países, el caso que suele tenerse como principal referente es el chileno, ya que éste es precisamente el país que más ha avanzado en la calidad de su educación en las últimas dos décadas en América Latina. No obstante, es importante comprender que la aplicación de la jornada única en Chile difiere de la que se adoptó en Bogotá y en mayor medida de la que recientemente se está implementando en el país por parte del Ministerio de Educación. En Chile –a diferencia de Bogotá y el país–, antes de implementar la jornada extendida se llevó a cabo la más importante reforma curricular que se haya adoptado en América Latina, se destinaron los mayores recursos a la formación de docentes y se exigió a las instituciones educativas articular la jornada extendida con el PEI. Estos tres criterios son fundamentales para entender por qué en Chile el impacto de la medida ha sido fundamental y por qué se puede prever que el efecto va a ser menor en Bogotá y en el país.
En Chile el programa Montegrande fue el proyecto piloto que permitió impulsar el cambio curricular y la idea principal fue garantizar que todas las asignaturas desarrollaran competencias para analizar, leer y valorar. En Colombia hemos aplazado indefinidamente la reforma curricular que se requiere desde décadas atrás. Sin dudarlo, necesitamos disminuir el número de asignaturas y concentrar la educación en las competencias fundamentales, tal como hicieron los chilenos en 1997, cuando decidieron que las competencias transversales deberían ser el eje del trabajo en las instituciones de educación básica.
Bajo la consigna Más de lo mismo no tiene sentido, en Chile, entendieron que la prioridad de la educación básica debería consistir en enseñar a pensar, convivir e interpretar. En esta misma tesis hemos insistido nosotros desde hace treinta años; sin embargo, el Ministerio sigue haciendo oídos sordos y, por ello, en contravía ha impulsado la jornada única con el equivocado concepto de reforzar las áreas de matemáticas, lenguaje y ciencias. Esta idea muy seguramente explicará por qué la extensión de la jornada, tal como ha sido prevista en Colombia, tendrá muy probablemente un bajo impacto en la calidad de la educación a mediano plazo.
En Bogotá, en los tiempos adicionales que han comenzado a asistir los estudiantes a las instituciones educativas, afortunadamente no están estudiando las mismas asignaturas con los mismos docentes, currículos y textos. En la capital, los estudiantes asisten a actividades artísticas, deportivas y culturales y a centros de interés en los cuales profundizan diversas temáticas. La ventaja de este enfoque es que se está fortaleciendo la formación integral, algo que hace enorme falta en el sistema educativo colombiano. La dificultad es que su impacto sobre el proceso educativo tiende a ser marginal, ya que la jornada no fue acompañada por la necesaria reestructuración curricular, ni está articulada al PEI, ni se están consolidando los procesos de acompañamiento de maestros en el aula, que con enorme éxito fueron implementados en la capital bajo la secretaría de Abel Rodríguez.
Con el nombre de Equipos de calidad, se logró en aquel entonces que maestros acompañaran los procesos de formación in situ en las instituciones educativas, aprehendiendo de las experiencias previas que habían mostrado un nulo impacto sobre la calidad de la educación básica al enviar docentes a las universidades a realizar maestrías desarticuladas de los problemas concretos que se viven en las aulas. Equivocadamente, en los últimos años hemos retornado a financiar los programas de maestría de los docentes y han desaparecido los Equipos de calidad.
Hay que reconocer que Bogotá, de tiempo atrás, ha realizado importantes avances en la garantía del derecho integral a la educación, en la atención a la población menor de cinco años y en mejorar sustancialmente la infraestructura escolar. Sin embargo, preocupa de sobremanera que, pese a los gigantescos recursos destinados, en las pruebas de Competencias ciudadanas solo aparezca una institución pública distrital entre los primeros quinientos colegios del país (Colegio San José, en el lugar 410 en el 2014). De los 100 mejores colegios públicos del país, solo cuatro son distritales y ninguno de ellos tiene implementada la jornada única. Así mismo, cuando sólo tres de cada mil estudiantes del grado noveno en Colombia alcanzan un nivel de lectura crítica, tener unos pocos puntos por encima del promedio nacional, debería cuestionarnos seriamente sobre en qué estamos invirtiendo los recursos educativos en la capital del país.
La jornada única es una excelente oportunidad para transformar la educación, pero no tendrá los efectos que se esperan si no garantizamos reuniones semanales de docentes y si no aprovechemos esta oportunidad –como hace veinte años entendieron los chilenos–, para concentrarnos en lo fundamental: el desarrollo de las competencias para pensar, interpretar y convivir.
Bogotá debería retomar los sistemas de acompañamiento in situ, tendría que consolidar lo que avanzó años atrás al caracterizar la educación por ciclos del desarrollo y sería necesario que garantizara que lo que se haga en la extensión de la jornada se articulara con lo que se hace en la jornada inicial. Sólo con una profunda reforma curricular, lograremos un impacto estructural en la calidad de la educación que reciben nuestros niños. “Locura –como decía Albert Einstein- es hacer lo mismo una y otra vez, y esperar resultados diferentes”.
* Fundador y Director del Instituto Alberto Merani (www.pedagogiadialogante.com.co).