Al mirar con detenimiento el porqué de un fenómeno social marcado por la violencia, como el que se vive en la actualidad, es imperativo revisar momentos específicos de la historia colombiana, tales como: la dimisión en 1909, producto de las manifestaciones estudiantiles, del General Rafael Reyes a la presidencia de la República; el paro bananero, en cabeza de los trabajadores de la United Fruit Company, en 1928, que terminó con una masacre autorizada por el General Carlos Cortés Vargas; el declive de la hegemonía conservadora en 1930, como resultado del asesinato, a manos de la Policía Nacional, del estudiante Gonzalo Bravo Pérez. Quien junto a más de veinte millares de personas, se manifestaba en contra del gobierno de Miguel Abadía Méndez; la marcha del silencio, como contestación a la recrudecida violencia entre liberales y conservadores; el paro nacional durante la dictadura del General Rojas Pinilla, que terminó en su exilio; el paro cívico de 1977, durante el gobierno de López Michelsen de cara al aumento en el costo de vida; las movilizaciones en contra del accionar de las Farc en 2008; y el movimiento estudiantil del 2011.
Todos estos, hitos históricos que tienen dos elementos jurídicos en común: terceros civiles y Fuerza Pública. Sujetos de derecho, que gracias a la comprensión etimológica del concepto jurídico de persona (del latín persōna, máscara del actor), y que ha permitido dotar de derechos y obligaciones a sujetos físicos o abstractos diferentes al ser humano; tienen responsabilidades jurídicas y morales para con la sociedad en general.
¿Pero qué entender por terceros civiles en la actualidad?, ¿existe una tipología que los caracterice?, ¿es el poder económico un determinante para ser incluido o no como tercero civil? ¡Hoy solo tenemos respuestas que divagan por los intríngulis conceptuales del derecho que no son contundentes!
Sin embargo, el pasado 6 de septiembre de los corrientes, se venció el plazo establecido por la JEP para que los terceros civiles involucrados en el conflicto armado pidieran acceso, a través de la Sala de Definición de Situaciones Jurídicas, de esa corporación, a este tipo de justicia restaurativa, que al parecer no es “incluyente”. Y no lo es, porque no se entiende la razón por la cual no se quieren aceptar narcotraficantes, por ejemplo. Gran paradoja en un Estado que según la Cepal, para el año 2017 los ingresos por narcotráfico representaron más del 1% del PIB, es decir, percibió ingresos más altos que el sector cafetero que participó con el 1%; y que en varias oportunidades ha puesto altos funcionarios de la administración pública en el poder, sin contar los innumerables nexos con diferentes sectores económicos del país y su reconocido aporte, a través del financiamiento, de actores en el conflicto armado.
Esta situación trae consigo varias consecuencias. Por ejemplo, no solo la impunidad en múltiples de casos, sino también, la falta de acceso a información en procesos de extinción de dominio; interminables procesos de liquidación de empresas y grupos empresariales, en otrora, al servicio del narcotráfico, que retienen activos para la reparación integral de las víctimas. Así mismo, la falta de conocimiento en preacuerdos y acuerdos de extradición, que terminan con el pago de 2 años de prisión en los EE.UU. y el posterior regreso al país, de conocidos personajes, para recrudecer el conflicto con rearmes, como está pasando por estos días.
Ahora bien, a todo esto, se suma el no incluir a los militares, activos y retirados, que tuvieron participación en temas de narcotráfico, dentro de la JEP. Esto en virtud de la comisión del delito (narcotráfico) y que este no es de lesa humanidad. Escenario que obliga a su juzgamiento por la justicia ordinaria, es decir, ser extraditados y no darle oportunidad a la sociedad de conocer la verdad, y recibir reparación alguna. Así se deja un mensaje claro: las víctimas y la sociedad no representan el centro en la definición de justicia. Afirmación que va en contra del deber ser de la justicia restaurativa.
Y es que los hechos no se pueden ver de forma desagregada, es necesario ver el contexto. Pensar en Don Berna, por ejemplo, y no establecer una relación entre el Valle de Aburrá, Córdoba, agentes estatales, fuerza pública y narcotráfico; o decir que el arsenal de las Farc, no se compró con dineros del narcotráfico; es como decir que las plantas no utilizan los rayos solares para llevar a cabo su proceso de fotosíntesis.
Sin embargo, infortunadamente seguimos viviendo con el “Síndrome de Adán”, tanto en el cuerpo legislativo como en el ejecutivo, que en virtud de un arraigo normativo, se ha convertido en una condición sine qua non, donde se cree que no se gobernó en adecuada forma sino se crea una norma; con lo que se ha desconocido los buenos avances logrados con Justicia y Paz, por ejemplo, a hoy con 73 sentencias condenatorias de macro criminalidad. Hecho que ha llevado a pensar que la solución a estas situaciones planteadas se alcance con un tipo mayor de normatividad penal que abarque todo fenómeno presente en el conflicto armado; sin darse cuenta que la solución está en establecer la conexidad de todos los casos y tener en cuenta que el hilo conductor es el narcotráfico y las estructuras legales e ilegales que se sirven de esto para mover económica, política y socialmente al Estado colombiano. Con esto, al final quedan dos preguntas por responder: ¿la JEP tiene un adecuado funcionamiento?, ¿es posible decir que la JEP responde a intereses económicos que no quieren una reparación integral de las víctimas?
La respuesta a estas preguntas está dada en la forma de actuar de esta corporación y las disposiciones frente a estos casos específicos.
Con esto es posible establecer que la verdad de este país y la explicación de su situación social, junto con la respuesta al por qué de una cantidad de absurdos, se encuentre engavetada en el archivo de algún holding financiero.
Esto permite concluir, diciendo que el poder económico y militar está en el dinero; el dinero, en el narcotráfico; y el narcotráfico, en la cocaína. Con lo que se advierte que la seguridad económica, social y jurídica del Estado colombiano está en peligro.