Arreció en estos días la fuerte y concertada ofensiva que existe desde hace meses en favor de la JEP (Justicia Especial para la Paz), originada en sectores institucionales y fuerzas de izquierda, el empujón actual busca muy precisamente paralizar la mano del presidente de la República. Quiere obligarlo a que renuncie a una de sus prerrogativas constitucionales más importantes: la de objetar, total o parcialmente, un proyecto de ley.
Esa arremetida quiere que la JEP no sea rechazada ni modificada. Quiere impedir que el jefe de Estado se atreva a alterar los puntos más escandalosos de ese engendro que el mismo Iván Duque criticó en el pasado y que en mala hora recibió como herencia tóxica de su antecesor. Juan Manuel Santos puso en marcha ese Frankenstein antijurídico, garante de impunidad para criminales de lesa humanidad y máxima protección para un gran narco-cartel. Santos sigue esforzándose ahora en imponerle a su sucesor la “implementación” completa de los pactos que él estructuró con las Farc en Cuba.
Las fuerzas vivas del país, las que no se resignan a ser cómplices de la lenta demolición que está sufriendo la democracia colombiana, no pueden dejar que los poderes retrógrados impongan su voluntad sobre el país. La lucha contra esas ambiciones no puede cesar.
La JEP es, en realidad, la masa explosiva puesta al lado de la piedra sobre la que reposa el edificio nacional. Si no desmantelamos ese explosivo, el hogar que nos protege de la arbitrariedad y de la miseria, se derrumbará en poco tiempo. Los que intrigan para que la JEP prevalezca lo saben muy bien.
Esas fuerzas heterogéneas que avanzan con argumentos de dudoso valor quieren no solo dejar intacta a la JEP. Buscan, al mismo tiempo, levantar un muro pavoroso, con miradores y francotiradores, como el que los soviéticos erigieron para dividir a Berlín y Alemania. Ese muro consiste en separar a Iván Duque del país y de sus electores. Ese muro deberá apartar al jefe de Estado de la opinión y del partido Centro Democrático. Se trata, en últimas, de sembrar la cizaña entre el jefe de Estado y los millones de colombianos que ganaron el plebiscito de 2016 contra el acuerdo con las Farc.
Si el presidente Duque cede, quedará a merced de las minorías disolventes.
El periodista Ricardo Galán, anunció en un twitter que, según una de sus fuentes, la Corte Constitucional “enviará una carta al presidente Duque exigiéndole sancionar [es decir, aprobar sin reparos] la ley estatutaria de la JEP”. Galán estima, con razón, que esa carta es “una presión indebida, ilegal e inconstitucional”, que es un “pésimo ejemplo de la Corte Constitucional cuya función es salvaguardar la constitución”.
El mismo día, un diario nacional lanzó una noticia no menos preocupante: que el Procurador General de la Nación, Fernando Carrillo Flórez, en una carta de seis páginas, le ha pedido al presidente Duque que no objete la Ley Estatutaria de la JEP. En su sectaria rivalidad con el Fiscal General, Néstor Humberto Martínez, gran crítico de la JEP, el Procurador General abandona los intereses de la nación y opta por la barricada de quienes atacan al Fiscal General y al expresidente Álvaro Uribe, otro de los más firmes adversarios de la JEP.
Fernando Carrillo parece hechizado por un curioso espejismo cuando dice que el Estado colombiano debe acomodarse a “lo acordado” entre las Farc y Santos, pues de ello depende, según él, el “silencio de los fusiles”. Sin embargo, el tal “silencio” no existe. Bajo el disfraz de las “disidencias de las Farc” la narco-subversión siguen matando civiles y miembros de la fuerza pública, y el Eln, el otro brazo armado del castrismo, sigue poniendo bombas, asesinando y reclutando jóvenes y destruyendo oleoductos y ecosistemas.
El procurador llega a decir en su misiva que el presidente de la República no tiene atribuciones para objetar la JEP. El afirma que la sentencia de la CC favorable a la JEP produjo efectos “de cosa juzgada” y cerró la discusión. Es como si la Constitución de 1991 se hubiera evaporado de la mente del procurador y de sus asesores. Sus otros argumentos no son menos cuestionables: que la JEP garantiza los derechos de las víctimas; que los fallos de la Corte Constitucional son intangibles; que el debate rápido del proyecto de ley (lo que Santos en su ignorancia del castellano llamó fast track, un concepto ajeno a la Constitución colombiana), fue validado por la Corte Constitucional; que las autoridades y el Estado tienen la “obligación de cumplir de buena fe” lo establecido en La Habana (esa “buena fe” supone, ante todo, respetar los trámites regulares para la expedición de leyes estatutarias dictados por la Constitución).
Es difícil entender por qué alguien que ocupa esa posición eminente ofrece argumentos tan erróneos. Carrillo trata, finalmente, de consolar a Iván Duque. Le pide que no corrija nada de la JEP pues en un futuro (incierto) alguien debatirá sobre esa materia, la JEP, y derivará “en ajustes o actualizaciones de dicho estatuto”. La demostración del procurador Carrillo es precaria e ilusoria. Lo que requiere el Estado colombiano es el regreso cuanto antes del derecho y el renacimiento de la justicia. Eso implica la supresión ya mismo de la JEP.