Actualmente en cartelera, el film La isla de Bergman nos transporta a un lugar fascinante, no solo por tener un bello escenario natural, sino también por haber sido el lugar escogido por el maestro del cine Ingmar Bergman para vivir, escribir y filmar algunas de sus célebres películas. Además, en esta isla también moriría en el año 2007, a la edad de 89 años.
Ya desde 1906, la sueca Selma Lagenlorf, primera mujer en la historia en haber recibido el Premio Nobel de Literatura, nos acercó a la belleza natural de su país a través de su libro El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia. Y es que tal vez esta sea la mayor fortaleza de la película La isla de Bergman: centrarse en los lugares maravillosos que rodearon al maestro del cine en esta isla, evitando a toda costa profundizar los aspectos de su obra, pues seguramente se corría el riesgo enorme de ser juzgada como una obra pretenciosa.
Vista así, La isla de Bergman se convierte sin esfuerzo en una jornada agradable por una pequeña isla de Suecia llamada Faro, donde podremos explorar los lugares en los que Bergman vivió y algunas locaciones de sus películas, convirtiéndonos, de la mano de los protagonistas, en verdaderos intrusos, concediéndonos atribuciones que, sin duda, de estar vivo Bergman no nos lo permitiría, como hospedarnos en su casa del molino de viento o husmear entre sus cosas en la casa de la playa.
Sin embargo, es precisamente este ambiente tan poco comprometedor, al estilo de ruta turística, lo que también encierra la mayor debilidad de esta película, pues reduce a la mínima expresión las posibilidades de acercarnos al interior de la obra de este artista, sometiéndonos inexorablemente a la superficialidad.
Ejemplo de ello es una pequeña evocación que se hace del film Gritos y susurros (1972), escrita y dirigida por Ingmar Bergman. En esta el cineasta sueco nos narra, ente otros tópicos, la delgada línea existente entre la vida y la muerte. El personaje interpretado por su protagonista, la actriz Harriet Andersson, se muestra en vida a través de los gritos y la desesperación que le producen los padecimientos de su enfermedad y, luego al fallecer, vuelve a manifestarse de manera más silenciosa, a través sus susurros: “…Estoy muerta pero no puedo dormirme…”, le dice a sus hermanas y criada.
Un fuerte argumento materializado en una hermosísima y compleja historia familiar llena de significados, que, sin embargo, en la evocación que se hace de ella en la La isla de Bergman carece de sentido, pues se limita a presentar una proyección, por escasos segundos, sin ningún tipo de contexto.
De ahí que digamos que la mayor fortaleza de La isla de Bergman y, a la vez su mayor debilidad, sea no tener ninguna pretensión —en absoluto— por explorar la obra de este gran maestro pese a las inevitables, pero ligeras evocaciones que se hacen a lo largo del film a su creación cinematográfica y a su vida. Todavía resulta más confuso el hecho de que el relato decida luego transcurrir a través de una historia paralela; un guion autorreferencial sobre el cual trabaja su protagonista, como queriendo imitar trivialmente el estilo de Bergman o, en el mejor de los casos, describir las dificultades del proceso creativo.
Tal vez obras como La isla de Bergman, un tanto desconcertantes, nos invitan a cuestionarnos acerca de qué en realidad amamos: la obra o a su creador; o tal vez, lo que en verdad quiere mostrarnos, sin mucho acierto, es la manera como muchos construyen fetiches desde su propia superficialidad, encontrando en alguna figura pública alguien a quien seguir, recorriendo los mismos lugares que este recorrió o consiguiendo algún suvenir; pero sin encontrar realmente nunca nada más allá de lo meramente material o, tal vez sea más bien, como dice la protagonista: “Me gusta Bergman pero no sé por qué”.