Hace veinte años no había ninguna duda, Juan Pablo Montoya era el deportista más importante de la historia de este país. Lo que consiguió nadie lo había logrado en este país. Ganar la Indy car, las 500 millas de Indianapolis, el gran premio de Mónaco, siete pole position en una temporada, tres grandes premios en un solo año, ocupar el tercer lugar de pilotos y ser el único piloto que podría contestar la supremacía de Ferrari, eran razones de peso para creer que en cualquier momento, si tenía los elementos mecánicos necesarios, podría ser campeón del mundo. Por eso decidió aceptar la oferta de la escudería McLaren, en donde compartiría equipo con Kimi Raikkonen, quien tenía la misma edad y ya era el super crack que con los años se consolidaría.
El primer reto de un piloto de Fórmula Uno es ganarle a su compañero de equipo. Kimi sabía que con Montoya tenía un rival digno de su prestigio. Las dos primeras carreras Montoya estaba muy cerca en tiempos del finlandés. En cualquier momento podría ganarle. Pero cometió un error.
El 29 de marzo del 2005, en uno de sus raros días de descanso, jugaba tenis con su entrenador. Lo hacían en Madrid y en algún momento perdió el equilibrio y cayó sobre el hombro. El dictamen médico le detectó una pequeña fisura en el omoplato que le hacía imposible correr las dos siguientes válidas. El ambiente laboral se volvió insostenible. Ron Dennis, su jefe directo, nunca le perdonó la imprudencia. Toda la curva de aprendizaje se rompió. Y Montoya tuvo que ver como su compañero le ganaba una y otra vez. Rebelde, y con ínfulas de estrella, Montoya, que en ese momento tenía 30 años decidió renunciar a la gran carpa e irse directamente a la Nascar una decisión que terminaría saliéndole cara ya que lo borró.
Este era Montoya en McLaren en una de las raras tardes en la que le ganó a Kimi: