El cielo se había caído en Cundinamarca. Inclementes aguaceros que no paraban. Cayó y cayó agua durante 18 días en el mes de abril de 2011. Más de sesenta mil personas – repartidas en ciento quince municipios—sufrieron las consecuencias. El departamento enfrentaba la emergencia ambiental más grave en los últimos cien años.
Municipios como Simijaca, Fúquene, Chiquinquirá, entre otros, entre Cundinamarca y Boyacá, estaban advertidos: con el desbordamiento del río Suárez, la arteria principal de la Laguna de Fúquene y el desangre de esta última, la situación empeoraba. Pero fue San Miguel de Sema – un pueblo de no más de cinco mil habitantes—el que más llevó del bulto. O del agua. El 18 de abril amanecía con más de dos mil quinientas hectáreas inundadas.
No hay un número exacto de cuántas cabezas de ganado quedaron con el agua en el cuello, dice Arnolfo Antonio Usaga, zootecnista de profesión y estudiante de la maestría en Economía aplicada al Desarrollo de la Universidad Central. Varias de ellas no resistieron y se ahogaron. Otras no tenían pasto para comer y fueron prácticamente regaladas: las vendían a cien mil o doscientos mil pesos para no perderlas, cuando normalmente costaban hasta cuatro millones de pesos.
Los 120 productores de la zona antes reclamaban por el desperdicio de leche. Esta vez porque sus reses habían muerto o porque las que sobrevivieron a los chubascos no pudieron producir. El impacto en la zona había impedido que se ordeñaran cuarenta mil litros diarios, lo que equivale a cuarenta y cuatro mil cuatrocientos cuarenta y cuatro cajas, o a treinta mil setecientas sesenta y nueve bolsas de leche. El censo lechero de San Miguel de Sema se había reducido en un 80%. Y Arnulfo había visto las consecuencias mientras trabajaba para la empresa Alquería.
En sus diez años como profesional, Arnulfo se ha dado cuenta que una tormenta torrencial como la que sufrió Cundinamarca y parte de Boyacá en el 2011 no se puede mitigar por medio de la planeación. Tampoco una sequía de cinco meses como la que padeció el departamento del Casanare en 2014, y que acabó con la vida de más de veinte mil chigüiros, venados, reses, tortugas. Lo ha aprendido en el campo, pero también en la universidad.
Sin embargo, en sus tres semestres de maestría, Arnulfo notó que sí se puede actuar con anticipación para tomar mejores decisiones. Y mucho más si, de repente, vuelve a caer todo el agua del Atlántico y Pacífico sobre la Sabana de Bogotá. Con un modelo econométrico que analice el nivel técnico y tecnológico de las fincas productoras de leche, correlacionado a las lluvias que han caído sobre el Valle de Ubaté se podría predecir cómo se comportaría la producción de este líquido en los meses siguientes. Ayudaría a que los productores no tengan que botar la leche porque la industria no la está comprando, o a que tengan suficiente cuando caiga la producción por un invierno, por un verano.
Este será su tema de tesis para formarse como magíster en Economía Aplicada al Desarrollo de la U. Central y ser uno de los primeros catorce graduados de este programa, que apenas lleva dieciocho meses en el mercado, pero que desde ya toca las fibras del campo, de la ciudad.
Quien curse y termine este programa, podrá hacer recomendaciones en diferentes tipos de políticas para el desarrollo, e incluso formular políticas públicas. También estará en la capacidad de gestionar recursos, tanto públicos como privados, destinados a promover el desarrollo económico y social.
Sin embargo, con las herramientas de análisis que ofrece la maestría en Economía Aplicada al Desarrollo de la Universidad Central, estudiantes como Arnulfo, podrán crear modelos econométricos, de anticipación, a las variaciones que están ocurriendo en el mercado, entre muchas otras propuestas que promuevan el desarrollo de dos áreas que van cogidas de la mano: la económica y social. Los efectos del cambio climático, que en muchas ocasiones el IDEAM no logra predecir y que tanto daño le han hecho al país, hacen parte de esa categoría.
**Artículo patrocinado por la Universidad Central