Veinticinco mil niños nacidos en Colombia —desde agosto de 2015, hijos de padres venezolanos— tendrán nacionalidad colombiana. Así lo determinó el presidente Iván Duque, parapetado en el cuentico de razones humanitarias e invocando derechos humanos. "¡Qué buen corazón, qué hombre tan sensible!", dicen muchos.
Resulta que en la Colombia que él dice gobernar hay muchos más miles de apátridas. Es decir que no tienen un territorio, una nacionalidad, unos derechos. Nada. ¡A pesar de haber nacido aquí, en suelo colombiano!
Son esos miles y miles de niños que están en regiones olvidadas por los gobiernos pero carcomidas por la corrupción de sus gobernantes de turno. Hablemos, no más, de Chocó, Guajira, Cesar, Cauca, Boyacá, Amazonas, Córdoba, Atlántico, y Norte de Santander. Zonas donde anualmente se enferman y mueren centenares de pequeños y miserables por desnutrición, hambre, sed, enfermedades, carencia de agua potable, ausencia de centros hospitalarios y un sinfín de razones.
Da mucha bronca entonces que Duque, con cara adusta y luchando para generar credibilidad, con la boca llena diga que les dará patria a los apátridas venezolanos nacidos aquí. Porque somos un país de bondad y nobleza a borbotones. Porque aquí acogemos con las piernas y los brazos abiertos a esas muchedumbres de descamisados pordioseros que actualmente pueblan todo el territorio nacional.
Pero ojo: lo que Duque no dice es que de esos cerca de millón y medio de venezolanos que han huido de su país a Colombia, y que los tenemos por doquier, un enorme porcentaje son delincuentes.
De ahí que algo toca hacer para ponerle control a esa insostenible y peligrosa invasión. Causada por la tiranía del corrupto criminal Nicolás Maduro y un puñado de secuaces. Todos hijos corruptos de una tara política. Nacidos de un parto y equivocación histórica llamada Hugo Chávez Frías.
Sujeto que mientras él, sus familiares y su círculo de malandros se enriquecían a más no poder —y lo siguen haciendo— sembró su ladrón “socialismo del siglo XXI” embaucando fácil a los andrajosos, a los menesterosos, a los perezosos vividores que asumen que es obligación del Estado mantenerlos y que nada aportan a la sociedad.
Chávez —que se creía inmortal por el petróleo— hoy está muerto. Sí. El mismo que iba y venía por el mundo besando el trasero de quien tocara. Caso Putin, en Rusia. O insultando a quien se le diera la gana. Como lo hizo con decenas de presidentes y mandatarios. Físicamente ya es historia. Un cáncer imparable lo despachó rapidito hace más de seis años.
Pero nos dejó una herencia maldita. Si miramos el mapa, en todo el territorio colombiano los venecos han anidado. Han invadido los cuatro puntos cardinales del país. Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla, Bucaramanga, Cartagena, Pasto, Villavicencio, Santa Marta, Yopal…
Ciudadanos de ciudades enteras estamos a merced de una legión de hombres, mujeres, jóvenes, niños, ancianos, homosexuales, prostitutas. ¡Y delincuentes! Sí: malandros. Porque, remarco, un altísimo número de los venezolanos no han llegado propiamente a traer desarrollo. Están aquí cometiendo toda clase de fechorías. Desde robos menores —como celulares, carteras y bicicletas— hasta atracos a bancos, robos a conjuntos cerrados, fincas, secuestros, extorsiones y asesinatos sistemáticos a gran escala.
Reclutados por bandas como los Caparrapos, los Urabeños, el Clan del golfo, los Rastrojos, los Pachenca, la Oficina de Envigado, los Botalones y la Cordillera, de acuerdo con información creíble de organismos de seguridad, gran número de bandas criminales están integradas por venezolanos que matan colombianos. Sin la menor contemplación. La paga es lo que importa.
Desde luego, muchos también han llegado no por gusto sino buscando algo de sustento diario para medio comer y enviarles unos cuantos dólares a sus familias en Venezuela. Pero es que “por razones humanitarias” el Estado colombiano no puede seguir echándose al hombro a esos centenares de miles de inmigrantes y desplazados que cada día ingresan por puntos fronterizos como Riohacha, Maicao, Cúcuta y Arauca. Son casi 2.500 kilómetros de frontera, realmente imposible de controlar. Ya por lo extensa, o por la corrupción que abiertamente práctica la Guardia Nacional Venezolana, cobrándole peaje a quien quiera pasar.
Suficiente tenemos con nuestras propias parturientas de la llamada población vulnerable como para que ahora los alcaldes y gobernadores tengan que preocuparse y rebuscar recursos millonarios de donde no los hay para atender a las venezolanas preñadas. O a los ancianos enfermos. O a los niños lombricientos, desnutridos y sin escolaridad. O a las prostitutas y homosexuales con VIH Sida. O a los ladrones y criminales que toca perseguir o que hay que meter a nuestras hacinadas cárceles, donde es obligación darles las tres raciones diarias de comida.
A esto, agreguemos el enorme daño e impacto económico que se está causando a la economía. Ahora es parte del paisaje ver venezolanos realizando todo tipo de labores. Pero con una diferencia: se emplean por una bajísima remuneración diaria. Muchas veces solo por la comida o por la dormida. Por consiguiente, los colombianos —que por derecho propio buscan trabajo en su propia tierra— se vean afectados y sometidos a vender también su mano de obra a precios ridículos. O a no tener trabajo. Según el Dane, sectores como el de la construcción, la minería legal y el comercio informal, se han visto seriamente golpeados por la rebajona laboral venezolana.
Insisto: por razones dizque humanitarias no podemos seguir dejando de atender a nuestros propios compatriotas, quitándonos el pan de la boca para dárselo a los venezolanos.
Todo tiene un límite. Los alcaldes y gobernadores son autónomos en sus regiones para tomar las medidas que toque, en aras del control esa invasión descontrolada que nos siguen causando los venezolanos. ¡Con la mano en el corazón, pero las decisiones en el cerebro! Digo yo.