Cada vez es más difícil evitar que te regalen uno. Ayer me salió un iPhone Xs dentro de un paquete de papas fritas. Al principio creí que se trataba de un rata y fui a la Superintendencia de Industria y Comercio a denunciarlo, pero me explicaron que era una campaña.
No puedes caminar en la calle, fumarte un cigarrillo, cambiar de carro ni comprar una Nintendo Switch sin que te empaqueten una de esas cucarachas digitales. Cuando te despiertas a medianoche, el suelo de la habitación está lleno de smartphones que merodean entre las camisetas sucias y los ceniceros llenos de colillas en busca de desechos verbales.
Hay más smartphones que conversaciones telefónicas, así que se alimentan de cualquier mortecina capaz de evocar una forma dialogada. Y si después de comer te quedas dormido en el sofá, el smartphone abandona el bolsillo, trepa hasta la oreja y vaga por sus bordes como un escarabajo alrededor la basura. A lo mejor, incluso te obliga sin que tú lo sepas, a hablar con alguien que tienes dentro de la cabeza. Estos trastos más que para comunicarse con personas reales, sirven para entablar contacto con las obsesiones. Desde ellos comunicas con el lado fantasmal de tu novia o de tu madre, de tu amante o de tu abuela.
Ahora no puedes salir de casa sin que te regalen uno, así que tarde o temprano caerás en la tentación de llevártelo al oído. En ese instante percibirás la calidad de abdomen que tiene su teclado y sabrás, con una maldición, que has incorporado a tu vida un parásito que se pega al pabellón auricular con la eficacia de una sanguijuela al muslo. A lo mejor, en un arrebato de asco, eres capaz de arrancártelo, aunque duela, y de arrojarlo al suelo para acabar con él de un pisotón. Lo malo es que suena como las cucarachas y deja el zapato perdido de esa sustancia blanquecina que segregan las conversaciones espectrales. ¡Ten mucho cuidado!