La invalorable defensa de páramos y bosques

La invalorable defensa de páramos y bosques

"Debemos impedir la destrucción o apropiación de bienes que hoy, en plena crisis climática, no tienen precio por su importancia vital"

Por: Jorge Ramírez Aljure
octubre 09, 2020
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La invalorable defensa de páramos y bosques
Foto: Rafael Ayala Castillo - CC BY-SA 4.0

Los intentos de invadir los páramos para extraerle minerales, entre ellos el oro, considerado dentro de nuestros mitos modernos como la única reserva válida durante las grandes crisis de la economía capitalista, deberán ser rechazados de manera tajante. Mitos que no corresponden a la economía real si nos atenemos a que los seres vivos, entre ellos el hombre, sobrevivirán enfrentados a su entorno natural —como parece lo han decidido los líderes del capitalismo mundial—, donde más servirá una zanahoria que un lingote del precioso metal.

Una labor que por lógica política competía a los Estados soberanos, pero que por cuenta del subdesarrollo y la dependencia política en que terminaron reducidos los nuestros quedó a disposición y para beneficio del capitalismo internacional, por encima de la función natural y el servicio ecológico insustituible que debían prestar a sus verdaderos poseedores; situación que nos obliga como dueños de riqueza hoy tan especial a poner los ojos sobre su efectiva defensa.

Se trata de un intento más del sistema industrial-capitalista —hoy a nombre del reinado irrestricto de la tecnología—, montado sobre presupuestos no inocentes como pudo parecer en el pasado, sino comprobadamente opuestos a la obligada armonía entre la vida y el entorno natural que la produjo, y de cuya vigencia hoy no existen dudas razonables, por lo que su rechazo se convierte en un derecho moral para quienes serían sus afectados. Que no son solo los habitantes de aquellos parajes gélidos de nuestras montañas sino toda la humanidad visto el carácter salvador que estos han adquirido por sus virtudes ecológicas para detener el calentamiento global.

Lo lamentable para nuestro país —como lo es para Latinoamérica— es que el atraso general en cuanto al conocimiento de estas riquezas —nuestras verdaderas riquezas— es patético, pues la ciencia y la investigación sobre aquellas quedaron desestimadas cuando se nos indicó hace más de 100 años que el camino a seguir —contra toda lógica— era el de una industrialización imposible como artero señuelo de los países avanzados para mantener en el subdesarrollo y la dependencia política a los que, supuestamente, veníamos detrás.

Hoy ni siquiera existen criterios suficientes para evaluar qué son y hasta dónde van los páramos. Si una simple apreciación por su altura desde el nivel del mar o la flora y fauna que los cubren bastan para comprender lo que de verdad representan. Si su estructura física y capacidad ecológica para proveernos de agua son posibles desligarlas del soporte físico de los subpáramos y los bosques que los rodean, que constituyen otro tesoro incalculable pues el cambio climático los ha vuelto invaluables como esenciales protectores de vida.

A lo que las ciencias del suelo y el clima aseguren sobre su protección real y valor universal habrá que añadirles la obligación moral que tienen sus poseedores, los campesinos e indígenas que los ocupan, y todo el país que tiene la fortuna de poseerlos en un 70%, de defender su existencia y dominio, y, por supuesto, la necesidad de que todo ello sea reconocido por el mundo, que se encontrará entre los principales beneficiados gracias a las virtudes naturales para contrarrestar la catástrofe climática que el cientificismo y el capital están lejos de solucionar.

Ahí tiene Colombia y su gente, en el cuidado de los páramos y la restauración y explotación razonable de los bosques, razones más que suficientes no solo para vivir dignamente sino para formar parte de los pueblos con historia de verdad, que toman como un derecho inalienable la defensa de sus recursos naturales despreciados, fábricas directas de agua y captadores de CO2, dos elementos indispensables para mantener la vida en el planeta, cuya provisión está en nuestras manos adelantarla o dejarla perder.

Más, cuando solo esas dos tareas serán la oportunidad para que millones de colombianos, entre ellos los miles de jóvenes que no encuentran futuro en un sistema capitalista agotado, y obligado a repensarse en especial para los pueblos pobres, consigan el empleo o trabajo en el campo donde su biodiversidad magnífica espera ser conocida y explotada para poder entrar en la senda de un desarrollo propio y sostenible como el que el planeta nos está exigiendo.

No sea que tras el oro, cuyo aporte a la vida resulta estéril, bien pueda venir la apropiación de esas tierras por parte de las multinacionales y los países desarrollados para apoderarse de aquellas fuentes de supervivencia, desplazando a sus poseedores hacia los eriales que han creado y cobrarles por el derecho a subsistir penosamente en ellos.

Por eso resultan improcedentes los llamados de quienes —quizás conscientes del desafuero que toda su conducta anterior ha representado, pero miembros cercanos a las economías extractivas que los han patrocinado históricamente— alegan que echar atrás esos contratos leoninos firmados por gobiernos anteriores representan un peligro por las demandas que el país podría afrontar si se probara su incumplimiento.

Contratos celebrados por presidentes y funcionarios no irresponsables ni ignorantes (¿cómo se denominarán los acólitos del cuento reforzado de un capitalismo libertario que acabaría con sus naciones?), sino verdaderos apátridas que —por sometimiento y compromisos internacionales, gabelas burocráticas y contratos estrafalarios— pretendieron regalar los bienes excepcionales de los colombianos al ritmo de una globalización neoliberal a todas luces injusta con sus pueblos, pero ligada a su histórica labor de vivir de las comisiones que deja su entrega al capitalismo internacional.

Obviando o menospreciando en dichos compromisos los derechos a la participación ciudadana y aprobación de las comunidades locales que en buena hora la Corte Constitucional ha ratificado, y que se constituyen en la única defensa real de lo que nos quieren robar con la colaboración disimulada de las instituciones del Estado que, antes que velar por su vigencia, están confiadas a burócratas cuya mentalidad está puesta más en la defensa de la quimera neoliberal que el bien de la que llaman su patria.

Queda en manos de quienes han sufrido inermes dichas patrañas, que somos todos los colombianos, hacer efectivos los derechos esenciales que como pueblos afectados nos asisten para impedir la destrucción o apropiación de bienes que hoy, en plena crisis climática, no tienen precio por su importancia vital para el desarrollo económico de estos pueblos y la supervivencia de un planeta amable con la humanidad.

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