Es tan insufrible eso de hacer cola para todo en Colombia, que hay gente que se rebusca el diario madrugando a hacerla para cobrar por el puesto. Y se lleva la familia para acaparar el negocio. Como se agrande la misma, se pueden presentar trifulcas y hasta heridos y muertos.
Bueno, en algunas regiones cola, en otras fila. Pero hace parte del protocolo obligatorio desde que amanece hasta que anochece:
Cola para recoger un cubo de agua en zonas donde escasea (que en la Costa es el pan de pobre de todos los días), cola para tomar el transporte público (como el infierno de los articulados en las horas pico), cola desde la madrugada en el hospital para reclamar el tiquete de atención del Sisben, o para cobrar la pensión, comprar las boletas del clásico futbolero; ni se diga las recolas en distintas ciudades para las convocatorias del reality Yo me llamo; o para involucrarse en un lío mayor como cuando a una marca de juguetes chinos le dio por regalar peluches en el Parque de la 93.
Pero Colombia no es la abanderada en cuanto a colas se refiere. El primer puesto lo ostenta Venezuela, donde la gente se mata por comprar un pollo, un kilo de harina, otro de azúcar, una bolsa de huevos o un paquete de pañales, ante el desastre social y económico de una dictadura sin precedentes en la hermana nación. Una gran porción de la población vive de hacer colas en su afán de lograr una propina, ni siquiera en dinero contante y sonante, porque no lo hay, sino de un artículo de primera necesidad.
Pues un fiel retrato de la cola a la colombiana en uno de los sectores más olvidados y abandonados por la manguala corrupta que ha gobernado a Cartagena de hace muchos años, el barrio Nelson Mandela, es el que nos presenta el joven y multipremiado realizador bogotano Carlos Osuna en El Concursante, su tercer largometraje después de Gordo, calvo y bajito, y Sin mover los labios.
Osuna propone una comedia negra con tintes macondianos a partir de un hecho real que lo sorprendió en el pasado: la promoción en televisión de una reconocida empresa de condimentos que premiaba a sus clientes con una olla a presión, o pitadora, como también se le conoce, para aquellas personas que cumplieran con una cifra determinada de cupones.
El cinematografista comenta que fue tal la conmoción que desató este incentivo comercial que se agotaba temprano ante la brutal demanda, que en algunas regiones de Colombia fue necesaria la intervención de la fuerza pública para controlar la muchedumbre enardecida y los consecuentes desmanes.
Aquí hay una película, se dijo Osuna cuando se reunió con su productor y socio fundador de Malta Cine, Juan Mauricio Ruiz, y echaron a rodar el proyecto.
De hecho, el Nelson Mandela, de donde ha salido a contracorriente de la jodida miseria y de los embates de la criminalidad un puñado de promesas del fútbol, el béisbol y el boxeo, ha sido un territorio familiar para Osuna y Ruiz porque coinciden en su gusto por la champeta y la admiración por la tenacidad y el heroísmo con que surgen sus habitantes, en su mayoría muchachos que esquivan los riesgosos derroteros de la drogadicción y el delito, y se encaminan por los del estudio, el trabajo y el deporte.
Guion en mano y sin una convocatoria previa de casting, el equipo emprendió la búsqueda de los posibles protagonistas, casi que en el mismo trayecto en que se narra la historia. Osuna recalca que más que una pesquisa fue un encuentro con los personajes, la mayoría actores naturales, gente del común en esta comarca de resistencia, donde escasea de todo, menos la alegría de sus gentes, el mamagallismo a flor de labios, la acompasada vocinglería de sus buhoneros, y la champeta, el único discurso contestatario ante la necesidad y la desesperanza.
Así fueron apareciendo: Ronaldo Tejedor Simarra, un joven palenquero de veinte años, conocido como El Matemático, estudiante de Matemáticas en la Universidad de Cartagena, que los fines de semana viaja a San Basilio de Palenque a enseñar lo que aprende a niños de escasos recursos para que se enamoren y jueguen con los números, como un escudo para protegerse del vicio y la delincuencia.
Tejedor es Cristóbal, el personaje central, el concursante, un muchacho que se debate entre los procaces insultos de su madre que se gana la vida vendiendo almuerzos, los mismos que él lleva a domicilio, y la ilusión en veremos de ahorrar lo poco que le da su progenitora para comprarse una moto. Es cuando aparece en televisión el comercial de Pa’la olla, del que se pega la comunidad del Mandela con arrestos febriles y combate a muerte.
Con Tejedor Simarra, doña Elena Díaz, una matrona en su alma, labia y robustez, que hubiera deseado Gabriel García Márquez para el rodaje de La cándida Eréndira y su abuela desalmada. Impávida ante la propuesta de Osuna para que fuera coprotagonista de su película, doña Elena dejó por unos días su platón de frutas con el que libra el sustento en las playas de Cartagena.
A ellos se unieron Brian Villa Aburad, que ya había hecho pinitos actorales en el largometraje Ángel de mi vida, de Yuldor Gutiérrez, y en series de televisión como El confesionario y Pescaíto, el templo del fútbol.
Completaron el elenco Rodo Arteaga, cantautor de rap y regué, de aplauso y conocimiento público en los bares y en las calles de Getsemaní y San Fernando; Charles King, consagrado exponente de la champeta en Cartagena y el Caribe; Sunami Rodríguez, virtuosa actriz barranquillera que ha dejado su exitosa rúbrica en producciones como La Cacica, Los Morales, Martín Elías, Pescaíto, Aníbal ‘Sensación’ Velásquez y Motel Love; y Kissinger, champetero flow del Nelson Mandela, una suerte de Pedro Navaja caribeño pero regenerado, que enhorabuena decidió cambiar el Smith & Wesson del especial por un reproductor de música con micrófono, un mechón alebrestado como copete de piña, y unas fachas de tintes calendas para rapear y champetear
Remata Amarillo, un chandóberman, como lo apodaron en el rodaje, en la vida real la mascota inseparable de Ronaldo Tejedor, el protagonista, que cualquier mañana amaneció con la panza reventada de veneno para ratas: seguramente algún miserable que no toleró sus ladridos de hambre.
Carlos Osuna dio libre albedrío a los protagonistas para que se apersonaran de sus interpretaciones, más que por un texto de memoria, acudiendo a una interpretación genuina de la realidad que comparten en el día a día, de sus sueños y sus frustraciones; de ese mapeo cotidiano del que se sirven en la cotidianidad para ganar un salario, acceder a un rebusque, en medio de penurias y dificultades. Y a partir de esa experiencias, el tejido narrativo.
El Concursante es una comedia negra con la jerga local y el desenfado caribe de sus personajes, que se mueve a ritmo de champeta en una cola imposible, bajo un sol canicular, donde cada quien expone sin rubores ni vergüenzas el libreto de la supervivencia, del arduo trajinar para lograr tan poco al final de la jornada, muchas veces al borde de la ilegalidad, y de cómo un agregado comercial como una olla a presión puede hacer estallar la neurosis colectiva con estertores dramáticos.
El trasfondo de la película promueve una crítica social del duro material del que está hecha la gran masa nacional: la del necesitado, el desempleado, el marginal, el rebuscador a ultranza, pero también el pillo y el villano que miden consecuencias para lograr su cometido, a costa de sacrificar muchas veces su propia integridad, como sucede con los colados de transmilenio.
La cola, en El Concursante, es una metáfora del encuentro y la solidaridad. Porque en una cola todos somos iguales y estamos para ayudarnos y, lo más importante, para hacerla respetar. También una oportunidad para reconocerse en los otros, descargar sentimientos, arreglar el país, desenredar la pita de la nostalgia, o cualquier ocurrencia que mitigue el tedio, el frío o la resolana de una larga espera. Porque es ahí, en la cola, donde se cuece en pepa el verbo esperar…
Cuenta Carlos Osuna que en el peregrinaje de la película, después de haberla estrenado en el Festival Internacional de Cine de Cartagena, en marzo de este año (2019), la presentó en el Festival Afriff de Nigeria, África, y que la reacción del público fue similar a la de la gente que la vio al aire libre en barrios populares de La Heroica como el Torices, el Arroz barato, el Simón Bolívar, El Bosque, y por supuesto el Nelson Mandela, donde se gestó y vio sus primeras luces.
Es que otro atractivo es su pegajosa banda sonora, que justamente vio sus hervores en las piedras incandescentes de las calles destapadas y polvorientas del Mandela, que a mañana, tarde y noche brota en su máxima estridencia de los gigantescos picós, autoría de Los Mangueras, una tribu champetera de la que también hace parte Carlos Osuna, Andrés Martínez, Alejandro Quintero y el embambado Kissinger.
Así lo consigna el pasquín de El Concursante, porque hasta periódico propio tiene la película, y si no cómo fuera una cola interminable y a treinta y ocho grados sin un tabloide para enterarse del muerto del día, del escándalo farandulero con la encuerada en Soho de la hija de la fugitiva Aída Merlano; del sudoku, el crucigrama o la sopa de letras para llenar, del resultado del chance, del horóscopo y del consultorio sexual, y de la mona voluptuosa ligera de ropas. O simplemente para utilizarlo como ventilador de mano, porque bien alta que es la temperatura de la peli, y cómo no, al final ameritan unas frías.
No se la pierdan y apuren el paso, que debe haber cola en la taquilla.