Cuando estaba joven, cada vez que escuchaba esta palabra, me asustaba. ¿Señal de respeto, acatamiento o miedo? Hoy es una palabra hueca, o como la quieran ver: podrida por dentro. Produce asco. Repugna. No intimida, provoca risa. Asco. Asquea. Es sórdida, como una cabeza llena de piojos.
A título de la institucionalidad se mata, se roba, se engaña, se estafa, se envilece. No hay tal. La que hay es una mampara lingüística para ilusionarnos. La verdad es otra y pasa por pactos criminales, entre criminales de todo tipo. Las hay para delinquir hasta con la sagrada comunión.
Deambula la que trafica con los sueños de una sociedad ra-paz. No la hay cuando esa sociedad busca dormir en paz. Aparece cuando clava sus garras en las cienes de los débiles. Desaparece cuando la injusticia se apodera de la escena del crimen. Cualquiera, incluido el que mancha el cuello blanco. Vienen los cisnes negros…
¿Qué queda de la institucionalidad entonces? Un orden encadenado a la legitimidad del todo vale. Campeona de atajos y gatos por liebre. La misma que sirve para disfrazar la componenda, la trampa, la promesa, los datos, y sobre todo la que perfuma el hedor que expelen las ollas donde suele cocinarse.
Se ve y no. Se siente. La institucionalidad se viste de seda. Se ríe delante de las narices de quienes le obedecen. Pero también se esconde en las sombras cuando la comunidad clama para que le ampare ante el abuso, el desastre y la tragedia de sus derechos. Se esfuma.
Las normas resbalan ante la realidad, así están construyan un orden desencantando. La salud, es el negocio de la enfermedad, y la educación una mercancía. ¿La justicia?: lo que convenga me decía con lucidez un muchacho de la calle. A cambio de soluciones democráticas, a nombre de la institucionalidad, se concentra el poder, a la vez que se profundiza la desigualdad. Es la institucionalidad de la injusticia. La justicia no cojea. Gatea.
La institucionalidad que gobierna y administra lo público está hecha a la medida de quienes se valen de ella para que obedezcamos y nos resignemos. Sus sastres también hacen las medidas de los ataúdes. Solo hay lugar para la disidencia, aunque te silencien, te maten, te señalen, te persigan, te desaparezcan. Es Colombia, sinónimo de burla la que se desespera, la que se despedaza, la que se desalienta, la que se desplaza.
Hacerla añicos, a cambio de una que se acomode al sueño de los ciudadanos, es lo más decente que podemos intentar. No hay más alternativa. Estamos condenados a ello. Quien crea en la actual solo vivirá en la frustración. ¿Hasta cuándo? No sé, pero llegará el día en que los idiotas útiles se salgan del juego. Hay que inventar otra. Inventemos.
La institucionalidad de hoy es la muerte, la mentira, la farsa, el comodín, la comedia, la trampa, el atajo, la fosa, el espejismo, el engaño. La nada. La noria. Nos ahogamos en ella. Es un disfraz. Hay que desnudarla por completo. En lugar de alquilar disfraces me alquilo para soñar, como escribió Gabo en marzo de 1980.Soñemos.
31 de octubre de 2013.