Como a Farah le gustan los tipos malos, a nadie sorprenderá saber que sus dos maridos salieron de la prisión del Combinado del Este el mismo día.
Bajo el indulto que el gobierno cubano concedió a más de tres mil quinientos presos por la visita del Papa Francisco a Cuba, en septiembre de 2015, quedaron absueltos Amed Negro Trujillo y Andrés Bravo Cardenal.
Unas horas después de que sus maridos –como la mayoría de las travestis cubanas suele llamar a sus parejas en un gesto emancipador– fueran absueltos, Andrés se apareció en la ciudadela de San Leopoldo donde Farah vive.
Farah la incontinente, Farah la adicta sexual. Farah, que es cualquier cosa menos una mujer de romanticismos y tiernas fidelidades, yacía embelesada en los brazos de Minguito, uno de sus amantes de paso.
Andrés echó la puerta abajo. Le cayó a golpes a ella y le cayó a golpes a Minguito.
–Los dos se enredaron por mí, y yo corrí para la unidad de policía gritando “Auxilio” y “Socorro”. La gente del barrio me gritaba “¡Farah! ¡Dura!, ¡Quédate con los dos: un ratico uno y un ratico el otro!”.
Mucho antes de tener sesenta pelucas, de convertirse en carne de presidio, de que le hundieran un cuchillo en la ingle al hombre que más feliz la hizo, mucho antes de ser llamada Lulú y de ser llamada Farah María, Raúl Pulido Peñalver nació en San Antonio de los Baños –un municipio de la actual provincia Artemisa– el 24 de agosto de 1965.
Su madre, una hermosa mulata llamada Ana Julia Peñalver, murió de leucemia cuando Raúl tenía seis años. Él y su hermano Efrén, de nueve, quedaron entonces bajo la custodia de Rubén Pulido, el padre de ambos. Un hombre demasiado recto pero de moral flexible que, esposa en lecho de muerte, ya llevaba el matrimonio en paralelo con una aventura amorosa en La Habana.
Al morir la madre de Raúl ya no había impedimentos para que Rubén Pulido se mudara a la capital con su amante Haydeé. Se llevó a Raúl consigo. A Efrén lo terminarían de criar los abuelos maternos en San Antonio.
En la nueva casa –apartamento ubicado en el quinto piso de un edificio en la Calle San Nicolás, Habana Vieja- Raúl creció como un outsider. Haydeé, su madrastra, tuvo tres hijos con Rubén Pulido: Isabel, Iván y Alexis, todos contemporáneos con Raúl, cuya existencia le recordaba constantemente a Haydee el amargo tiempo en que fue la segunda del hombre que le gustaba.
–A veces yo sacaba fotos de mi mamá para recordarla y esa mujer entraba en crisis.
En segundo grado, a Raúl Pulido lo becan en una escuela primaria de educación diferenciada para menores con trastornos del comportamiento, donde abundaban los casos sociales, en su mayoría niños huérfanos de padre y madre. La escuela quedaba en las afueras de la ciudad, cerca del Parque Lenin, lo suficientemente remota como para que Haydee y su familia se mantuvieran impermeables a los problemas del inquieto niño.
El pase era los fines de semana. Su padre no iba a recogerlo la mayoría de las veces, y con frecuencia alguna maestra se apiadaba del caso y cargaba con Raúl para su casa. Las otras veces se escapaba a las arboledas con los muchachos a los que tampoco iban a recoger, y pasaba el fin de semana mataperreando en los campos de la periferia.
Aunque sus calificaciones eran estupendas, los maestros hacían hincapié en ciertos gestos, ciertas inflexiones de la voz, ciertas marcas preocupantes en un niño varón. En una escuela donde cada alumno era especial, Raúl Pulido era ya el centro de gravitación de su pequeño mundo. La escuela, se podría decir, orbitaba a su alrededor, y en el medio estaba él, siete, ocho, nueve, diez, once años, un niño que bailaba femenilmente, que convocaba, que gesticulaba todo lo que no se supone que debía gesticular un hombrecito.
–Las maestras me regañaban y yo les decía: “No me digan más que no gesticule. Yo tengo nueve años, pero ya soy homosexual. Y voy a ser homosexual hasta el último día de mi vida”.
Los fines de semana en que traían a Raúl de pase, Haydeé, especie de encargada del edificio, recibía quejas constantes de los vecinos, que ponían a secar sus sábanas y sus toallas en la azotea. Sábanas y toallas blancas. Sábanas y toallas limpias que el travieso Raúl Pulido descolgaba de las tendederas para ponerse de vestidos, para inventarse pelucas y desfilar provocativamente en la misma azotea, asomándose a la calle para soplar besos y saludar a su público imaginario, un grupo de vecinos que abajo, escandalizados y rojos de furia, veían ondear al aire sus pertenencias.
Raúl Pulido terminó la primaria entre las manchas del expediente –donde sabias maestras escribían párrafos altruistas y admonitorios que habrían de leer futuras maestras sobre la torcida conducta del niño descarriado– y las palizas del padre que cada vez resistía menos la rebeldía del hijo que comenzaba a manchar la imagen de su familia.
–Mi papá me daba tantos golpes por esas travesuras que un día me subí a la azotea del edificio y por poco me tiro. Vino la policía y vino todo el mundo, y yo gritando que me iba a tirar. Mi hermano Iván fue el que logró bajarme de ahí.
A los doce años, cuando Raúl Pulido empezó la secundaria en una Escuela Taller de la calle Manrique, en la Habana Vieja, su situación en la casa se había hecho intolerable para Rubén y Haydeé. Además de sus travesuras en el edificio, Raúl comenzó a bailar en la calle al ritmo de las canciones de moda, a hacerles mandados a los vecinos y a limpiar casas para ganar su propio dinero. Dormía fuera con regularidad, comenzó a juntarse con otros homosexuales y –lo más grave– cierto día apareció en la secundaria con uniforme de hembra. Una amiga del aula le prestó una saya y una blusa. Raúl se dividió el pelo en dos atrevidas motonetas y así se presentó en pleno matutino.
–Imagínate, yo en la fila de las niñas y todo. Se formó tremendo chisme y tremendo escándalo. Me llevaron para la dirección y mandaron a buscar a mi papá.
No solo la niñez, sino también la adolescencia, transcurrieron fuera del hogar, de una escuela de conducta en otra. Como la insubordinación nunca ha sido premiada con aplausos, a partir de los doce años Raúl no durmió nunca más dentro de la casa.
El cuartico de desahogo fue el castigo más drástico. Más drástico que los azotes con la chancleta y con el cinturón, porque esos golpes dolían, pero duraban poco. En el pasillo, al lado del apartamento donde seguía viviendo la familia, a Raúl Pulido, cachorro descarriado, lo encerraban en las noches bajo llave. Adentro había un canapé, un lavamanos, una taza y una ducha que usaba para bañarse. Comenzó a padecer crisis de asma por la humedad del lugar y algún que otro vecino preocupado le aconsejaba a Rubén y Haydeé que sacaran al niño de ahí.
Isabel Pulido, única hermana de Raúl, tiene 52 años. En la casa de San Nicolás, donde actualmente cuida al padre de ambos, cierra silenciosamente la puerta y sale afuera. Adentro no se puede mencionar el nombre de Raúl. En el balcón, Isabel recuerda la época así:
–Él empezó a dormir en el bañito por todos los problemas. Ahora la homosexualidad es una moda, pero antiguamente tú no sabías si traía sífilis o cualquier otra enfermedad. Allí él dormía de lo más bien, porque eso estaba limpiecito.
Raúl entraba a la casa apenas para ver la televisión. El padre llegó a prohibir que se le diera comida si no cambiaba su conducta. A escondidas, Haydeé o Isabel le alcanzaban a veces un plato al cuartico.
Poco tiempo después, la rectitud del padre terminó por hastiar a los hermanos varones de Raúl, que se fueron de la casa en cuanto pudieron. Isabel iba y venía, según el novio que tuviera en el momento.
A los doce años Raúl Pulido gimoteaba en un portal. Había tenido una pelea con el padre. Una pelea que terminó en juicio.
–Un día, en medio de una golpiza de mi papá, me reviré. En la casa había uno de esos botellones grandes de cristal. Cogí aquel botellón y se lo metí por la cabeza. Y de ahí fuimos para la policía.
Con una frialdad que da miedo, Isabel Pulido recuerda:
–Una difunta vecina del edificio se metió en la bronca y acusó a mi papá. Pero mi papá ganó, porque entre padre e hijo nadie se puede meter, y el padre le puede hacer al hijo lo que le dé la gana.
En aquel portal, antes de la policía, antes del juicio, Raúl Pulido, hermoso niño según quienes lo conocieron y según él mismo, lloraba sin consuelo. Ese día conoció a Jorge González Mesa, alias “La Reglana”, y desahogó con él sus penas.
Jorge “La Reglana” era un señor negro y gordo con un ojo de vidrio y una espantosa reputación. Homosexual. Santero. Hijo de Yemayá. Adicto a drogarse con medicamentos como el dexactedron y el parkisonil, Jorge “La Reglana” se le cruzó en el camino a Raúl Pulido en un momento drástico. Le secó las lágrimas y lo demás sucedió rápido: Jorge, que no tenía hijos y vivía solo en la calle Lagunas, apenas a seis cuadras de los Pulido, accedió a tomar la custodia de Raúl si su padre lo permitía. El padre dijo que sí, que por supuesto. Le dio de baja en la libreta de abastecimientos y se sintió aliviado. Haydee moriría un par de años después.
Jorge fue agua en el desierto. Le dio a Raúl un techo. Le quiso cambiar, aunque sin éxito, los apellidos. Lo llamaba “hijo” así como Raúl lo llamaba “padre”. Pero Jorge no trabajaba, vivía del negocio, de la venta de pastillas alucinógenas a las almas desesperadas de Centro Habana, y Raúl tuvo que comenzar a bailar en las calles, a limpiar casas nuevamente, a hacer los recados a los vecinos del nuevo barrio.
–¿Jorge era bueno contigo?
–Regular.
–¿Por qué?
–Porque era un homosexual muy fuerte.
–¿Te golpeaba?
–Una sola vez me dio un manotazo, porque le falté el respeto. Yo era muy bocón. No me daba golpes, pero era un señor muy fuerte, y no le gustaba que yo hiciera cosas malas. Fue bueno y fue malo. A veces me botaba de la casa y yo tenía que irme por ahí. Después me recogía de nuevo.
Teresa, una vecina que vive hace más de diez años en los altos de la casa de “La Reglana”, el nuevo hogar de Raúl, recuerda:
–Jorge no se movía de la silla y, sin embargo, no le faltaban ni la comida ni los cigarros. Cuando el muchacho no traía el dinero o las cosas para la casa, lo maltrataba bastante. Lo usó, como lo usan muchos todavía. Pero fue quien lo crió, quien lo acogió cuando en su casa lo despreciaron.
Por ese tiempo, finales de los setenta, Raúl Pulido salió de la casa por primera vez completamente vestido de mujer.
–Salí a tomar las calles en un vestido de quinceañera que me habían prestado. La gente escandalizada. Tú sabes cómo era la gente en esos años.
Después de tal paso no había ya razón para que Raúl siguiera llamándose como tal. Pensó que era mejor olvidarse de su propio nombre, tapiar también esa parte de la oscura fosa que era su corto pasado, y empezar de nuevo.
Cuando las calles de Centro Habana comenzaron a quedarle chicas, la gente empezó a llamarlo Farah María, a la sazón una cantante cubana que se hizo popular por su zalamera estrofa “Yo no me baño en el malecón, porque en el agua hay un tiburón”.
La interpretación de esa cancioncilla hizo a Raúl ganar algunos pesos en las calles de la Habana, y cierto día pensó que de Raúl había que zafarse. Que Farah, en cambio, era un nombre divino.
Farah, en un pérfido soplo. En un voluptuoso roce de los dientes de arriba con el labio de abajo.
F-A-R-A-H –con su sofisticada H al final– era el nombre mismo del éxito.
Nada malo podría pasarle a alguien llamado Farah.
Los años pasaron. Y Farah comenzó a pagar sus primeras multas por maquillarse y vestirse de mujer. Alguna que otra vez compareció en juicios populares junto a sus amigas travestis. Los juicios populares, en casos de conducta homosexual, eran ceremonias que pretendían la redención del gay a través de la terapia de choque de la vergüenza pública. En otras ocasiones la trasladaban a la unidad de policía más cercana, la ponían a limpiar el local en una rara medida de escarmiento. Unas horas después la dejaban en libertad.
Negra, homosexual y pobre, Farah reunía todas las condiciones para ser un paria social en la nueva Cuba que se construía. Un país edificado bajo el espejismo de las inclusivas promesas que juraron los hombres fuertes, los hombres de campo que hicieron la Revolución, y bajo cuya anuencia se institucionalizó paulatinamente la homofobia en la Isla.
A la vuelta de los años ochenta, el gobierno revolucionario había “saneado” el país de cientos de homosexuales que escaparon de Cuba durante el éxodo del Mariel. El Código Penal cubano establecía la sanción de cualquier actitud que pudiera ser considerada demasiado extravagante bajo el delito de ostentación pública, por el que se podía cumplir de tres a nueve meses de prisión.
Farah inició en 1982 un periplo dantesco por las cárceles cubanas. Las fechas precisas no las recuerda ni ella misma. Su cronología personal es tan atolondrada, tan llena de hitos, de escuelas de conducta, de maridos, de puñaladas, de juicios, que cualquier fecha puede estar sujeta a un cambio. En 1982, eso sí, está segura de haber pisado una cárcel por primera vez. Tenía dieciséis años.
–Estaba en la playa de Guanabo con un grupo de homosexuales. Dejamos la casa sola y al regresar nos habían robado, entonces fuimos a la estación de policía a hacer la denuncia. En vez de buscar a los ladrones, nos llevaron presas a nosotras.
En el Combinado del Este, la mayor prisión del país, Farah y sus amigas cumplirían nueve meses de cárcel.
–¿Cómo te fue allí?
–Fabuloso. Yo era la reina de la prisión. Estuve en un pabellón donde había alrededor de trescientos homosexuales. Aquello me encantó. Hacía lo que me daba la gana. Me vestía de mujer con vestidos hechos de sábanas, pelucas de tiras de saco. Con pasta de dientes me maquillaba los párpados y los labios me los pintaba con pintura roja.
Su nombre de pila en la prisión era Lulú, en honor a un dibujo animado donde la muñeca homónima se la pasaba chupando paletas. Farah era aficionada a chuparse el dedo.
Durante los nueve meses que estuvo presa, solo Jorge y su hermano Efrén la visitaron. Con los demás miembros de la familia –sobre todo con el padre- había ocurrido una irreparable fractura. En la propia casa de San Nicolás, su nombre se pronunciaba en sordina.
Isabel Pulido dice:
–Fue preso porque en cuanto desarrolló físicamente empezó a reunirse con “elementos”, con gente de la que no tenía que rodearse. Y mi papá lo enterró. Él sabía muy bien que el padre de nosotros trabajaba en la Seguridad del Estado y era muy recto, que cuando decía una cosa había que hacerla.
A la semana de haber quedado en libertad, Farah fue presa de nuevo. Esta vez adrede. Ella y Katia, otra travesti que también había pasado unos meses divinos en el Combinado del Este, comenzaron a hacer fechorías para que las capturaran nuevamente. Habían dejado sendos maridos en la prisión, y a la prisión había que volver. Entre rejas (extraña paradoja) algunos tenían más libertad que en la calle.
Lo primero que se les ocurrió fue ir a comer hasta el hartazgo en Las Bulerías, un lujoso restaurante del Vedado, a sabiendas de que no tenían un centavo para pagar la cuenta. Por desgracia para ellas, lo único que se buscaron fue una paliza y cincuenta pesos de multa.
Días después, Farah y Katia agarraron un pedazo de hierro e hicieron añicos una de las vitrinas de la tienda La Sortija. Mientras los empleados llamaban a la policía y los transeúntes disfrutaban del espectáculo, Farah y Katia se colaron en las estanterías, despojaron a los maniquíes de sus vestidos y sus pelucas, y se las encasquetaron, para posar inmóviles como gráciles figurillas dentro de las vitrinas destrozadas.
–En el juicio nos pidieron un año en el Combinado del Este. Fuimos a parar al mismo pabellón donde habíamos estado anteriormente.
Cumplió la condena. Salió. Calentó los motores en la calle y, casi dos años más tarde, la encarcelaron nuevamente por robarse, con otras tres consortes de causa, las prendas de mujer que colgaban en una tendedera en el municipio Guanabacoa.
–Nos descubrieron porque, en medio de la noche, un niño empezó a llorar y despertó a la gente en el edificio. El robo se valoró en unos ochenta y ocho pesos. No se me olvida. Esa vez nos pidieron once años de cárcel.
Once años de los que apenas cumpliría cuatro. Junto con una revisión de causa por la que quedaba absuelta en 1988, uno de los tantos presos a los que Farah había jurado amor eterno, la sorprendió con otro de los tantos presos a los que Farah había jurado amor eterno. En algunos sitios la infidelidad se paga con muerte. Y este hombre resentido, del que Farah ya no recuerda su nombre, la alzó en peso, y la arrojó del cuarto piso.
–Lo único que recuerdo es que me desperté en el hospital de emergencias de Carlos III.
Fractura de cráneo, parálisis temporal, pérdida casi total de la dentadura. Farah estaba viva de puro milagro.
En 1992 inaugura la prisión de Valle Grande, ubicada en el municipio La Lisa, en las afueras de La Habana. A partir de ahí la cárcel se convierte en algo eventual, casi siempre bajo los delitos de escándalo público o peligrosidad predelictiva. La peligrosidad predelictiva, que consta en la Ley 62 de 1987 en el Código Penal cubano, considera como estado peligroso y punible la proclividad de ciertos individuos a cometer delitos.
La conducta antisocial de Farah, que no tenía un trabajo estable, que se había pasado los últimos años de su vida en la cárcel, la convertían en una ciudadana potencialmente perniciosa para la sociedad.
A mediados de los 2000 su record delictivo estaba limpio. Hasta donde era posible, Farah era feliz. Llevaba casi diez años sin caer presa. La policía ya no se preocupaba por ella como antes.
Eusebio Leal, Historiador de La Habana y especie de indulgente guardián del centro histórico de la ciudad, emitió alrededor de 2005 un documento por el que se prohíbe a las autoridades la detención de Farah por bailar públicamente y ostentar su homosexualidad en el centro turístico de la ciudad. Eusebio Leal la convirtió en intocable. En el documento la llama “personaje costumbrista”.
Farah había transitado, a base de constante gravamen, de paria social a personaje pintoresco con salvoconducto legal.
En las calles comenzaban a reconocerla como la madre de las travestis cubanas. La precursora. En lugares turísticos del centro histórico (la cervecera de la Plaza Vieja, por ejemplo) le permitieron bailar con la orquesta musical de paso, y coquetear con el público, que podía llegar a dejarle hasta quince dólares de propina en los días de más suerte.
La mega popular orquesta cubana Van Van la inmortalizó en su tema “El travesti” (Arrasando, 2000), donde después de mencionar a varios transformistas famosos de La Habana entonan: “(…) ¡Y qué decir de Farah María, Ave María por Dios!”.
Farah había conocido a Santiago Sánchez López, un joven de apenas veinte años con quien Jorge la dejaba convivir en la casa. Santiago había llegado para saciar un gran hambre de afecto.
–De todos mis maridos, fue el que más me quiso y el que más yo quise.
Con Santiago, Farah consiguió algunos de los pocos empleos estatales que le permitía su título de noveno grado. En el asilo de la calle Reina, por ejemplo, trabajaron juntos asistiendo a los ancianos. Como es de suponer, Farah le puso el alma a un sitio tétrico que olía a orina rancia.
–Los ancianos son personas muy susceptibles y me querían cantidad. Yo les hacía cuentos, les cantaba canciones infantiles, les celebraba los cumpleaños.
Con Santiago se fue a limpiar los pisos del Hospital Calixto García en 2008 para ganar un poco más de lo que ganaba en el asilo. Fiel guardián, Santiago no la perdía de vista. Teresa, la vecina, recuerda:
–Santiago tenía obsesión con ella. Si ella salía, él salía. Si ella entraba, él entraba. Y como ella es muy alta y él era muy bajito, parecía la cartera de Farah. El padre del muchacho quería conseguirles otro apartamento para que salieran de la casa de Jorge, que siempre estaba llena de homosexuales fajándose entre sí. Pero Farah no quiso. Para ese tipo de gente, ese cuarto tiene azúcar.
El 29 de diciembre de 2008, mientras oscurecía y Farah buscaba los pesos en las calles de La Habana, Santiago cocinaba una olla de frijoles negros. Sandro, la pareja que Jorge tenía en aquel momento, metió un cucharón en la olla y a Santiago no le gustó. Santiago y Sandro se fueron a las manos y en fracciones de segundos Sandro le había clavado un cuchillo en la ingle a su contendiente.
Teresa sintió la gritería de Jorge: “!Lo mataste, lo mataste!”. El barrio se puso en función de la reyerta. A los minutos llegaba Farah de la calle, maquillada, contenta del buen día que había tenido.
Cinco años de relación cortados por un solo tajo. Fin de Santiago Sánchez López. Fin de la historia.
Dos años más tarde, en 2010, Jorge murió a causa de una cirrosis hepática por el abuso de los medicamentos que consumía.
–Lo cuidé hasta el final. Después de bailar en la calle y de buscar dinero, compraba comida, la cocinaba y se la llevaba al hospital. El día que murió yo estaba en la casa descansando. Acababa de dejarlo bañado en el hospital. Tres días antes de morirse conversamos y le perdoné todo lo duro que fue conmigo.
Sola de nuevo. Al padre se lo encontraba poco, y cuando coincidían en el barrio, cada uno hacía como que el otro no estaba ahí. Con sus hermanos apenas se cruzaba. Iván estaba preso hacía un tiempo en Orlando, Estados Unidos, por tráfico de drogas. En una ocasión le mandó doscientos dólares.
La casa había quedado reducida a un pequeño cuarto de usufructo, luego de que paulatinamente Jorge la desglosara en otros pequeños cuartos que vendió a inmigrantes y gente más o menos marginal.
–Me deprimí mucho por la muerte de Santiago y Jorge, y comencé a hacerle rechazo al cuarto. Empecé a pasar más tiempo en la calle buscando pareja.
Elio Medina es un homosexual santero que vive en otra ciudadela a un par de cuadras de Farah. La conoció cuando Jorge aún vivía, se encariñó con ella y se convirtió en una especie de amigo y guía espiritual. Elio cuenta:
–Ella es muy buena y confiada. Pasa por cualquier esquina, se encuentra a cualquier muchacho, y se lo llevaba a vivir a su casa. Una vez llegué a sacar de ahí a diecisiete personas. Fui a verla y la gente estaba durmiendo en el piso. Ella llevaba varios días sin comer.
Después de Santiago ha desfilado un pueblo por la casa de Farah. Holgazanes muchachos menores de treinta años. Ninguno negro, porque a ella los negros no le gustan. Nadie cercano a Farah ha conocido una pareja suya que no abusara de su confianza o no le diera una paliza cuando le ha sido imposible costear los lujos a los que aspiran esos tipos.
Desde Santiago Sánchez López hasta la fecha varios chulos se han disputado la custodia de Farah, especie de gallina de los huevos de oro. Consumida por su necesidad de afecto y su flaca autoestima, Farah es capaz de aguantar casi cualquier cosa –desde humillaciones hasta golpes– por no pasar la noche sola.
Como es de suponer, el que quiere obtener algo de ella –un techo donde pasar la noche o pasar una temporada, un plato de comida– solo tiene que ser medianamente astuto para decirle lo que quiere escuchar. Farah se hace la vista gorda, se engaña a sí misma y trata de engañar a los pocos que se preocupan por ella, cuando asegura que a sus cincuenta años tiene a los jovenzuelos comiendo de su mano, hasta que las mentiras salen a flote y las relaciones –si ese nombre podemos darles– se vuelven insostenibles.
A saber, las más importantes de los últimos diez años comienzan con Vladimir, alias “La Muerte”, fumigador de oficio.
–Por qué le decían La Muerte?
–Niño, porque era un blanquito precioso, de ojos azules. Lo máximo. Pero de tan lindo, por dentro era un veneno. Era como Chucky, el muñeco diabólico.
Farah se fue a vivir con Vladimir “La Muerte” a un llega-y-pon que alquilaron en las afueras de San Miguel del Padrón. Se adaptó al aislamiento de la periferia. Rápidamente se convirtió en la criada del lugar. Fregaba, limpiaba, ordenaba, bailaba en la zona para conseguir dinero y comprar comida.
–Todo era color de rosa hasta que comenzó a robarme el dinero. Cuando quería dejarlo me caía a golpes y me amenazaba.
Para salir de Vladimir “La Muerte” Farah se buscó otro chulo. Con Amed Negro Trujillo duraría cinco años.
Se conocieron una noche en el Parque de la Fraternidad. Amed le preguntó si ella era Farah, la famosa. Ella respondió que sí. Ese día, después de hacerse de rogar –asegura–, se fueron juntos al cuarto de San Leopoldo.
–Le hice una “comidita de puta”: platanitos, tomates, arroz y huevo frito. Hicimos el sexo. Nos compenetramos, etcétera, etcétera.
Amed era epiléptico y pastillero. Cuando se juntaban las dos cosas Farah tenía que huir lejos, porque la tunda era segura. Fue preso varias veces por golpear a su abuela de crianza, por desorden público y por amenaza con arma blanca. La misma Farah lo denunciaba a veces por robo o por agresión física, para retirar la denuncia unas horas más tarde.
Cada vez que Amed caía, allá iba Farah, –tacones de brillo, vestido atrincado, motonetas– cargada de jabas con comida, a ver a su marido a la prisión. Cuando Amed salía de pase, se quedaba en la casa de ella.
Y ella proveía.
En una de las visitas a Amed, otro preso comenzó a ficharla. Andrés Bravo Cardenal alias “El Diente”, que estaba en la cárcel por robo con fuerza, salió de pase un día y se tropezó con Farah en un kiosco de fritangas.
–Había frío. Yo me estaba comiendo un pan con minuta y él me pidió que le comprara uno. Se lo compré. Empezamos a conversar y le dije que estaba cansada de Amed, que me daba muchos golpes. Él quiso acompañarme hasta el barrio, me iba a dejar en la esquina, porque Amed estaba en mi casa, de pase también. El final de la historia es que Andrés terminó entrando a la casa. Yo dije que él era un primo mío. Y Amed dijo: “¡Qué primo de qué, si él está en la prisión conmigo!”. Entonces planté: “Pues mira, a partir de ahora él es mi marido”. Niño, cinco de la madrugada y ellos se fueron a los golpes por mí. Tuvo que venir la policía.
Farah se enamoró rápido, como se enamora ella cuando le muestran un mínimo de simpatía. Se hizo tatuar en la espalda las iniciales de Andrés Bravo Cardenal: “ABC”, con tinta azulada, escrito rústicamente. Él, por su parte, se tatuó “Farah” en el antebrazo. En alguna ocasión le escribió un par de cartas desde la cárcel. En un cuadernillo donde Farah anota números de teléfono y cosas importantes, conserva este pedazo quién sabe por qué razón:
“(…) es bueno que de vez en cuando salgas para la discoteca para que puedas divertirte un rato, porque tú eres merecedora de muchas cosas, pero también recuerda que la calle está mala cantidad, y no puedes llegar tarde a tu casa. Te amo mucho, Farah. De tu amor, Andrés”.
Las visitas a la prisión y las jabas de comida eran ahora para Andrés “El Diente”, un muchacho que en la calle parecía hermético, de carácter frío, duro e impenetrable. Pero que entre las cuatro angostas paredes del cuarto de San Leopoldo lo que le pedía a Farah era que lo penetrase. Así copulaban la mayoría de las veces.
–Me enganché con él, porque me trabajó la línea de fuego. Cuando nos enredábamos éramos Shakira con Beyoncé. ¡Ayyyyy! ¡Perra! ¡Dura! Andrés era una “salá” en la cama.
Cuando quedó en libertad y estuvo a tiempo completo en el cuarto de Farah, las golpizas comenzaron de nuevo.
–Era muy materialista. Al principio yo le puse los colmillos de oro, que me salieron en sesenta dólares cada uno. A plazos le terminé de pagar una cadena y después un reloj. Pero cuando no tenía dinero se ponía mal.
En una de las golpizas más fuertes que Andrés le atizó a Farah, Teresa tuvo que asomarse al balcón con un palo en la mano:
–Lo amenacé con caerle a palos si seguía maltratándola. A Farah aquí la quiere todo el mundo. Él me dijo que ella lo sacaba de paso. Yo le respondí que si lo sacaba de paso, que recogiera sus cosas y se fuera. Que si se quería comprar unos zapatos o lo que fuese, que trabajara. Farah es muy indefensa. Es poquita cosa. Anda siempre arreglada, sale para la calle y regresa con sus cuatro pesos, es la reina de la Habana Vieja. Pero no oye consejos.
Elio Medina, su padrino, fue una vez testigo de una escena similar en su casa.
–Vino un día a visitarme con Andrés, y él la ofendió delante de mí, la humilló. Lo agarré por el cuello y lo boté de mi casa. Farah no es muy inteligente que digamos, y cuando la ofenden y tiene lucidez, se demora mucho en dar una respuesta.
A principios de 2016, después de casi tres años aguantando golpes, bailando en la calle para mantenerlo, le cambió la cerradura a la puerta y se deshizo de Andrés.
–Yo soy el tipo de homosexual al que le gusta llamar la atención. Mientras más extravagante me visto, más segura estoy de mí. Cuando me gritan en la calle “!Farah, perra, dura, diva, tú sí!”, me siento realizada. En una revista dijeron que yo sí tenía cojones y timbales, por haberme lanzado a las calles vestida de mujer sin importarme nada. Yo cuando joven fui un homosexual precioso. Fíjate que tengo cincuenta años y todavía me veo despampanante.
He llegado a tener sesenta pelucas, y cuando se ponen feas las regalo o las boto. Cuando bailo en la cervecera, el que me quiere regalar dinero me lo tiene que poner adentro de la blusa. Le digo a todo el mundo que ese dinero es para ponerme las tetas de silicona. Eso sí quisiera. Cambiarme de sexo no. Yo he tomado anticonceptivos y hormonas, y me han salido mis teticas, pero las he dejado de tomar porque me dan nauseas y mareos.
Soy virgo. Los virgos somos alegres, tenemos suerte para el dinero. Somos muy queridos. Gente sencilla y natural.
Yo soy tan famosa que cuando Beyonce vino a La Habana, fue a la cervecera a conocerme. Del nerviosismo me mandé a correr y me escondí en el baño. Al final me pidió que bailara algo. Mandé a la orquesta a tocar “El cuarto de Tula”. Beyonce me regaló quinientos dólares y un vestido. Eso lo sabe todo el mundo. Con el dinero me fui para Varadero y me llevé seis “pepillos” y dos amigas mías travestis. Yo era la poderosa. Los “pepillos” me llovían y yo tenía para escoger.
En marzo de 2016 la casa de Farah es el mismo cajón de cuatro por cuatro que heredó de Jorge “La Reglana” en el barrio de San Leopoldo. El olor, en cuanto cruzas el umbral, te conecta con la miseria y la marginalidad en que transcurre su vida. El vaho nauseabundo de un sitio poco ventilado y que se limpia con escasa frecuencia y con escaso rigor.
Como los típicos cuartos de usufructo en la superpoblada y ruinosa Centro Habana, el de Farah también queda fraccionado en planta baja y planta alta, con una división de madera llamada barbacoa. Arriba, el cuarto, con una camita personal de sábanas calamitosas y un escaparate viejo. Magullados zapatos de mujer en el suelo de tablas. Ropa vieja de colores chillones que le van regalando. Algunas figurillas de barro y un arcaico ventilador de pie. Dos posters en las paredes: uno de Shakira (frente a la cama) y uno de mujeres y hombres en cueros (a la cabecera de la cama).
Abajo, una sala-comedor-baño-cocina. La entrada del bañito no tiene puerta. Hay en el apretado espacio, con vista al inodoro blanco, dos muebles de una felpa cochambrosa color rojo vino. Las pertenencias de Farah son escasas. Si ha tenido algo de valor en algún momento de su vida, el marido de paso se lo ha robado. Nunca ha tenido, por ejemplo, un refrigerador. Los pocos alimentos que compra los cocina en el día. Cuando no tiene ganas de encender el fogón (la mayoría de las veces), lleva un pozuelo plástico al comedor de ancianos y casos sociales de la calle Perseverancia, y allí le dan algo.
Anclada a la pared de la salita, hay una complicada repisa de madera con varios compartimentos atiborrados de fotos y baratijas como pequeños muñecos de cerámica y flores artificiales. Un comprobante de pago de Aguas de La Habana, colillas, una caja vacía de cigarros Criollo.
En el resto de las paredes, un collage de desnudos masculinos que fueron arrancados de alguna revista erótica, y un afiche grande con la propaganda del perfume Le Male, de Jean Paul Gaultier, donde un imponente rubio muestra sus abdominales.
En otro destartalado estante de madera, hay un viejo equipo de música y una larga colección de discos llenos de polvo. De Rocío Durcal y Rocío Jurado, Un mano a mano de lujo; de Madonna, You can dance. El show Nuestra Belleza Latina, Donna Summer en concierto, la novela mexicana Amor por siempre. Una colección de documentales de Discovery Channel con los programas Armas de alta tecnología, Aliados de la II Guerra Mundial, Devoradores de Hombres, Trenes de alta velocidad y otros. Varios cassettes para VHS con filmes como Hércules y La máscara negra. Completa la colección un video pornográfico que tiene en la carátula fotos pequeñas que adelantan a dos tipos calvos teniendo sexo al lado de una piscina.
–Yo soy una enferma sexual. Me gusta mucho hacer el sexo.
En 2012 a Farah la invitaron unos turistas griegos al hotel Habana Libre para filmar una película pornográfica que luego se distribuiría en Internet. Durante tres días de filmación, Farah visitaba el hotel en las madrugadas para penetrar a seis hombres y seis mujeres, todos juntos en una misma habitación.
Farah no es muy buena con los detalles, y hay que preguntarle treinta veces para que termine de hacer un cuento. Su coherencia existe solo dentro de su propia fantasía. Es difícil sacarle datos precisos, fechas exactas. Anécdotas estrictamente confiables. Como si su vida fuera una loca fábula, y no interesara realmente cuándo sucedió esto o aquello, o como si fuera demasiado excesivo para haber ocurrido en la vida real.
–Me pidieron hacerles sexo oral a todos, y uno de los días de filmación hicimos una pirámide, unos subidos arriba de los otros. No lo hice por prostitución. Yo no me prostituyo como el resto de las travestis.
Los extravagantes griegos le pagaron, sin embargo, alrededor de doscientos dólares.
En otra ocasión la llevaron a la Sierra Maestra –el escenario de la lucha armada contra Batista antes de 1959– para rodar otro filme pornográfico con tres chicas y dos hombres.
–Yo entraba a la orgía vestida de cabaretera.
Por lo demás (y como cada vez que cuenta algo) hay pocos detalles.
En resumen: no conserva ni llegó a ver ninguna de esas películas. Pueden haber sucedido o no. En teoría, todas están colgadas en Internet, y hay que pagar por verlas.
Las pertenencias más preciadas de Farah son sus pelucas, sus vestidos viejos y sus propias fotos: la huella documental de su carrera, que han ido dejando fotógrafos y periodistas extranjeros a través de los años.
–Mariela Castro esperó a que yo llegara para comenzar la marcha del orgullo gay. Me dijo: “Dale para que desfiles al lado mío”. Muy divina y fabulosa ella. Cuando se acabó la marcha, me dio un paquetico con cien dólares y me dijo: “Aquí tienes tu regalo”.
Elio Medina tiene una teoría interesante. Y según esta teoría, a Farah la protege algo sobrenatural.
–No es normal que siga viva con todas las cosas que le han pasado, dice.
En cuestiones de fe, Farah sigue el patrón de la conveniencia. Si los testigos de Jehová están haciendo donaciones, ella se convierte en seguidora de los Testigos de Jehová. Si los Adventistas del Séptimo Día le regalan un folleto que explica las evidencias históricas de que Jesús existió, puede que se haga seguidora suya. Si tiene la soga al cuello, le pide a Elio que interceda por ella ante Oggún o Elegguá, y se encomienda entonces a las deidades de la religión yoruba.
En un mismo año le dieron dos puñaladas (fue en los 2000, pero no recuerda con exactitud la fecha y nadie cercano a ella la recuerda tampoco). La primera en una reyerta en un bar de la calle Águila, de donde salió con un punzón clavado en la barriga. Los cirujanos tuvieron que abrirla como un cerdo para comprobar que el arma no le había dañado ningún órgano.
La segunda puñalada tiene varias versiones. Según Farah, fue un tajo accidental, en otra reyerta de jóvenes homófobos que la habían emprendido a cuchilladas contra los homosexuales reunidos en el Parque de la Fraternidad. Según Elio Medina, estaba ella en el Barrio Chino, y la cortaron por interceder en una pelea. Según Isabel Pulido, el tajo se lo largó un hombre con el que ella se había propasado.
Cualquiera que sea la real, todas las versiones terminan en la misma escena:
Farah, con el filo de un machete hundido en el cuello. Farah engavetada en la morgue del hospital de emergencias de Carlos III.
La dieron por muerta. En la funeraria de la calle Zanja, sus vecinos y amigos (nunca sus familiares), esperaban el cadáver con el local lleno de coronas hechas de empalagosos gladiolos, envueltas en bandas de papel que decían cosas como “Descansa en paz, Farah”.
Al llegar al hospital con el cuello abierto, Farah sufre catalepsia (un padecimiento que la acompañará toda su vida) y que consiste en la pérdida temporal de los signos vitales, a un punto tal que los médicos asumen el fallecimiento del paciente.
Investigaciones científicas como la publicada en el British Journal of Medicine en 1876 definen a la catalepsia como un “episodio neurológico asociado a pacientes que sufren de esquizofrenia, histeria y hasta melancolía”. El relato de Edgar Allan Poe El entierro prematuro (The Premature Burial), reseña aparentes casos de catalepsia de personas que fueron enterradas vivas.
Engavetada en la morgue, Farah yacía con una etiqueta amarrada al dedo gordo del pie. La etiqueta decía Raúl Pulido Peñalver. Como la cordura de Farah existe fundamentalmente dentro de su propia imaginación, historias como esta hay que corroborarlas.
Elio Medina no deja mentir a su amiga:
–La funeraria estaba repleta de gente. Ella apareció con un vendaje en el cuello, con el suero en la mano y vestida con una bata de hospital. Cuando llegó, la gente empezó a gritar, a desmayarse.
Ella lo cuenta mucho mejor:
–La frialdad de las neveras me despertó. Armé una bulla tan grande que vinieron a sacarme. Se formó tremendo corre-corre. Me dijeron que en la funeraria de Zanja estaban esperando mi cadáver. Me tiré un trapo por arriba y me escapé. Salí a la calle y un muchacho me llevó en bici taxi hasta la funeraria. Llegué y empecé a gritar: “Yo no estoy muerta. ¿Qué cosa es esto?!”. Arranqué las coronas de las paredes y las tiré para el piso. Después me volvieron a llevar para el hospital.
Algunos aseguran que el médico que la sacó de la morgue estuvo varios años bajo tratamiento siquiátrico.
Alguien que no haya vivido en La Habana podría pensar que el barrio ha asumido a Farah con naturalidad, que los vecinos son amables, que todo el mundo la quiere, y ciertamente Farah no hace más que salir del solar y todo el que se cruza con ella le grita frases que ella valora mucho como: “¡Eres la única!”, “¡Estás espléndida hoy!”, etcétera, etcétera.
En cambio, alguien que conozca medianamente cómo funcionan las cosas en estos barrios sabe que a Farah se le quiere, pero a cierta distancia, desde el otro lado de la acera, desde allá arriba en el balcón. Como se quiere a los leprosos, con ese indulgente cariño. Esa repugnante hipocresía.
Los vecinos más cercanos, eso sí, perdonan sus excesos y la ayudan en la medida de lo posible para personas que ya tienen suficiente con el peso de sus propias miserias.
La última vez que Farah se cruzó con su padre, había ido al edificio de la calle San Nicolás a visitar algunos vecinos.
–Me dijo: “¿Tú qué haces aquí?” Yo le respondí que él no era el dueño del edificio. Fue muy malo. Ahora está enfermo con problemas de la presión o del corazón. No sé. Paso por delante de él y es como si no existiera. Legalmente yo tengo derecho a esa casa, pero no quiero saber nada de ella.
–¿Qué harías si tu padre necesitara de ti en algún momento?
Farah mueve la cabeza para decir que NO, sin tener que abrir la boca.
–Cuando a mí me dieron las puñaladas y por poco me muero, él nunca fue a verme. Con él no tengo sentimientos.
El martes primero de marzo, al mediodía, suena el teléfono de Teresa en la calle Lagunas del barrio San Leopoldo. Alguien descuelga.
–Hola Teresa, Farah me dio este número en caso de que necesitara localizarla. ¿Sería posible hablar con ella?
–Farah está ingresada desde el doce de enero en el Sanatorio del SIDA, en Santiago de las Vegas.
Farah quiere atentar contra su vida. Promete que esta noche la encontrarán muerta, con un cóctel de pastillas en el estómago.
–Escucha lo que te estoy diciendo. De hoy no pasa.
Una enfermera (con ese condescendiente trato que aprenden a desarrollar en un sitio donde los pacientes están cruzados por la irreversible fatalidad), le dice a Farah en una indulgente broma que no se suicide hoy, que hoy es su guardia y no quiere complicaciones.
Desde que en 2009 la diagnosticaron como positiva al VIH, nunca había necesitado más que un par de dosis diarias de Nevirapina, Lamivudina y Tenofovir, para seguir bailando en la calle y luchando los pesos.
El epidemiólogo que la atiende desde hace ocho años, el doctor Rolando Valdez Cruz, se impresiona de las pocas recaídas que ha tenido su paciente respecto a la vida que lleva, y a la que debería llevar quien sufre de una retrovirosis crónica.
–Se ha mantenido compensada por años y, sin embargo, sus rutinas tanto de vida como de alimentación no son las adecuadas. Ella sale a la calle y se salta los turnos de desayuno, almuerzo o comida. Los pacientes con esta condición deberían tener al menos seis comidas al día y no andar trasnochando, porque todo esto puede inmunodeprimirlos.
Teresa, que lleva más de diez años asomándose al balcón para saber si Farah tiene qué comer, cuenta:
–A veces se pone a llorar. Dice que está enferma, que se siente decaída. Pero resulta que se ha pasado el día sin desayunar ni almorzar ni merendar. El dinero que hace no lo gasta en alimentarse. Lo gasta en ropa, en una peluca. En boberías.
Elio Medina expresa:
–Con el VIH ella no se cuida. No toma los medicamentos en hora, no se alimenta bien. Con una cajita de comida de una cafetería ya se conforma.
Farah evita hablar del asunto. Para ella, mientras menos piense en eso, tanto mejor. En 2009 se sometió a los exámenes después de una larga temporada sin subir de peso, padeciendo de frecuentes vómitos, fiebres y cuadros diarreicos. Desde el diagnóstico, muchos le achacan una presunta indiferencia ante la enfermedad.
Solo el que está enfermo sabe cuánto le duele su padecimiento.
La primera vez de Farah en el Sanatorio de Los Cocos es precisamente en una etapa de escasez. Cuando las cuotas de comida son demasiado magras para pacientes que necesitan una alimentación reforzada. Cuando la gestión interna y la administración fallan en sus tareas esenciales.
–Llegué aquí con doce CUC de mi lucha, pero ya no tengo un kilo. La comida es un sancocho y he tenido que gastarlo todo comiendo pan y refresco en una cafetería particular que hay allá afuera. No me puedo quedar mucho tiempo aquí, porque mi vida es otra cosa. Esto no tiene nada que ver conmigo y yo necesito salir a luchar mi dinero.
La prolongada estancia de Farah en el Sanatorio, sin embargo, se debe más a su mala cabeza que a su condición de salud. Ingresó voluntariamente para hacerse un chequeo más o menos rutinario. La ubicaron en una habitación compartida con un paciente de veintiséis años cundido de sarna noruega y casi cuarenta diluciones (dil) de sífilis. Farah se enamoró del paciente, se enredó con él, se contagió de sífilis. Y lo que pudo haber sido una visita de rutina al médico se convirtió en una estancia de casi tres meses bajo observación e inyecciones de penicilina.
–Empecé a tener una fiebre muy alta y a convulsionar. Sabía que algo no estaba bien. Menos mal que empezaron a ponerme el tratamiento rápido. Él no me habló claro. Pero a un gustazo, un trancazo. ¿No es verdad?
–¿Y lo dejaste?
–No. Seguimos juntos. Ayer se lo llevaron a un pabellón de aislamiento, y como no me dejaban verlo planté con los médicos. Fui a visitarlo y, ¿sabes lo que me dijo?: “Tú me gustas mucho, pero yo todavía no estoy enamorado de ti”.
Farah luce más descuidada que nunca. No usa maquillaje. Excepto en los momentos en los que habla del muchacho, se ve mustia y acorralada, con el rostro constantemente cruzado por expresiones de escepticismo. En el cuarto en que la ubicaron pasa el día observando sus propias fotos, que trajo de su casa y colgó en las paredes. El resto del tiempo se le va conversando con otros pacientes o mirando en un televisor pequeño la novela mexicana Barreras de Amor.
Actualmente en Cuba hay más de veinte mil pacientes vivos diagnosticados con el virus del SIDA, y más de tres mil fallecidos. En el Sanatorio de Santiago de las Vegas, el más grande de los tres que quedan en la Isla (los dos restantes se localizan en las provincias de Sancti Spíritus y Holguín), casi todos los internos están bajo tratamientos que no pueden recibir en hospitales comunes, o se quedaron a vegetar ahí por falta de una casa a donde regresar o de familiares que quieran responder por ellos.
Farah no tiene una familia que cuide de ella. Lleva más de dos meses ingresada y ninguno de sus hermanos ha hecho una sola llamada telefónica. Pero Farah sí tiene una casa. Más que una casa, tiene una carrera. Ella no llegó hasta aquí en la vida para tener un vulgar fin en semejante olvidado hospital.
Ella es una artista y tiene un público, y ese público está en la calle. Ese público debe extrañarla.
Farah recibió una llamada de Teresa y tuvo que salir de pase el fin de semana anterior, de sábado a martes. Amed, uno de sus ex, conservaba la llave de la casa y, al enterarse de que ella estaba ingresada en el Sanatorio, se tomó la libertad de alquilarla a un grupo de homosexuales que tuvieron por unos días el barrio revuelto.
–Cuando llegué a la casa aquello era un prostíbulo. Amed tenía metidos allí a una pila de homosexuales, que hacían el sexo el día entero y gritaban. Un vecino fue a llamarles la atención, y lo amenazaron con tirarle agua hirviendo. Al final llamamos a la policía y los pudimos sacar.
Farah evacuó sus pocos efectos personales y los guardó con los vecinos porque Amed, a falta de algo valioso que robarse, le había vendido dos maniquíes que ella tenía de adorno en la sala.
Después de ponerle un candado a la puerta y clausurarla con un par de listones de madera, ingresó nuevamente en el Sanatorio el martes ocho.
De vuelta al encierro y a la depresión. Mientras estuvo de pase, conoció a otro muchacho en la Habana Vieja.
–Yo tengo mucha suerte con los hombres. El fin de semana barrí. Me encontré con tremendo mulato y él me pidió mi dirección. Le dije que estaba presa, y había salido de pase. “Estoy presa porque agredí a un tipo y le metí un cuchillo”, le dije. Tú sabes que yo soy ocurrente.
En un pequeño paseo por el Sanatorio, les informa a varios pacientes con los que ha hecho empatía que vinieron a verla de la calle.
–La que es dura, es dura–les dice.
***
Martes, quince de marzo de 2016. Tercera visita.
Hastiada de nuevo. Asegura que su vida es en la calle, bailando. Que está harta, que ya terminaron de ponerle la penicilina y la sífilis cedió.
–Llené dos maletines con todas mis cosas y me voy hoy mismo por la noche. A mi pareja me lo llevo para mi casa. Nos vamos juntos de este lugar horrible.
***
Una semana después de tenerlo viviendo en la casa, el veinteañero que la contagió de sífilis en el Sanatorio comienza a rechazar las caricias de Farah. En este punto de su vida, tan cansada de mendigar cariño, no insiste.
Se harta de él, le recoge los bártulos y lo echa a la calle.
–A fin de cuentas me puedo dar el lujo de escoger, porque la artista soy yo.
En marzo de 2016 las principales fobias de Farah siguen siendo las alturas y la soledad. Tuvo un perro llamado Miseria, un perro fiel que murió bajo las ruedas de algún camión. Miseria fue sustituido por Canelo, igual de famélico, porque Farah quiere tenerlos de compañía pero raramente les da un plato de comida.
–Tienen que aprender a luchar en la calle. Si yo lo hago, cómo no lo van a hacer ellos.
En marzo de 2016 Farah pesa cincuenta kilos repartidos en un cuerpo que sobrepasa el metro ochenta.
Flaca y larga como un palo de escoba.
Arácnida.
Un lunar falso tatuado entre las cejas.
En la boca, solo dos dientes son suyos: dos cascos medio prietos aferrados a la mandíbula de abajo. En la de arriba, las piezas alineadas y falsas de una prótesis.
En su fantasía de glamour y estrellato, una diva con solo dos dientes no deja de ser una diva.
*Publicado originalmente en revista El Estornudo