Hace unos días, en la institución educativa en la que trabajo como profesor, organicé un taller de lenguaje. Repartí las copias donde estaban consignadas las preguntas y les pedí a los estudiantes que se organizaran en grupo de tres. Kenides —un muchacho un poco desapercibido— decidió trabajar solo. Ante ello, no vi ningún problema salvo que las copias que llevé al salón no iban a alcanzar. Los chicos empezaron a hacer con cierto desgano el taller. En algún momento, tres de las cuatro mujeres del salón tenían su celular en la mano. Les pedí que lo guardaran y que se concentraran en el trabajo de la clase. Al rato, observé que Kenides también le prestaba más atención al celular que a la hoja. Un tanto más vehemente, le pedí que, como lo hicieron sus compañeras, guardara el celular.
“Aquí tengo las preguntas”, me dijo. Y entonces, me acordé de que por allí existe un proyecto de ley que busca prohibir los celulares en las escuelas. El proyecto es de un representante liberal —y casi siempre los liberales de este país son más godos que los mismos conservadores— llamado Rodrigo Rojas. Me aterra no la noticia del proyecto, que de hecho no tiene ningún futuro, sino que algunos docentes la celebren. Dos cosas.
Primero. Desde siempre ha existido en este país un profundo conservadurismo que busca prohibir todo aquello que atenta contra las “sanas costumbres”. Hace unos días nada más, un concejal de Bogotá propuso que se prohibieran, en espectáculos públicos del Distrito, canciones que atenten contra la dignidad de la mujer, en clara referencia al trap y al reguetón. Y ahora pasa lo mismo con el celular en los salones. No siempre se prohíbe lo que resulta nocivo, sino lo que no se comprende. Prohibir el reguetón y el trap es creer, ¡vaya inocencia!, que el mundo está jodido por la música que escuchan los jóvenes y no por la desigualdad y la voracidad con que nos relacionamos como sociedad.
Si pretenden prohibir el trap es porque no lo comprenden, si buscan prohibir los celulares en las clases es porque todavía creen en el poder supremo del docente en el aula. Yo escucho trap hace un tiempo y escribo sobre él, no porque considero que sea estéticamente valioso, sino porque en sus letras hay un mundo —que es el mundo que añora la mayoría de los estudiantes— y por tanto debo comprenderlo. Yo defiendo la presencia del celular en el aula porque con él se democratiza y facilita el conocimiento.
Y si en vez de prohibir celulares, ¿por qué mejor no dotamos las escuelas oficiales del país con equipos y conexiones eficientes? Porque prohibir siempre es más barato que educar. Un país que legisla para prohibir las libertades y la diferencia está condenado al fracaso. Quienes hacen las leyes no han entendido el espíritu de las mismas ni — esto es más triste aún— que los jóvenes de hoy son distintísimos a los de antes y, por tanto, nada resulta más estéril que pretender enseñar con los modos de antes a una nueva camada de muchachos hiperconectados.
Segundo. Si bien Fecode condenó el proyecto de ley, he visto cómo lo han celebrado algunos profesores que me rodean en mi cotidianidad y en redes sociales. Esto no solo es triste, sino insensato. Claro, los profesores que aún creen en la principalía del tablero, en el cuaderno al día y en el dictado estarán felices con la medida; los que usamos el celular en la clase para no cometer falacias y despejar dudas teóricas estaremos preocupados, pero no por el proyecto —porque, insisto, no tiene ningún futuro—, sino por esa generación de docentes que aún educa a los jóvenes del siglo XXI como si fueran del siglo XX.
Y no. Ni el tablero, ni el cuaderno, ni el dictado de un concepto deben ser el centro de la clase, porque llenar un tablero toma media hora y tomarle una foto —con el celular que quieren prohibir— un segundo, porque atiborrar el cuaderno de palabras ejercita la transcripción, mas no la imaginación; y porque dictar un concepto es perder el tiempo cuando hay fotocopias o internet Pero sobre todo, porque ni el tablero, ni el dictado, ni el cuaderno al día sirven para generar pensamiento crítico en nuestros estudiantes.
Ayer le comenté a quien fuera mi profesor en segundo de primaria y hoy, un colega lo ocurrido con Kenides en mi clase, y me dijo que era uno entre el millar de estudiantes que utilizan el celular para entrar a redes sociales o jugar mientras el profesor habla. Y entonces, yo me acordé de la Biblia que tanto les gusta a los profesores: “Hasta por esos diez, no destruiré la ciudad”, le dijo Dios a Abraham cuando este le pidió que no destruyera a Sodoma.
Prohibido prohibir rezaba una consigna sesentera. Desde entonces, nada hemos aprendido los humanos en cuanto a las nuevas generaciones. Claro, siempre ante lo desconocido hay tres opciones: el temor, la insensatez o la comprensión.