La inmigrante: insignificante peliculita

La inmigrante: insignificante peliculita

Fría, correcta y olvidable esta triste copia de El padrino II

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agosto 28, 2014
La inmigrante: insignificante peliculita

El barco, cansado y gordo como un leviatán embarazado, se acerca a la costa. Suenan las campanas y en ramilletes las personas salen a cubierta. Están llenos de piojos, sífilis y las laceraciones típicas del hacinamiento. En esas galeras heladas y ardientes, donde han dormido durante un mes, han ocurrido homicidios, robos y violaciones. Por eso ahora, al ver entre la bruma típica de Ellis Island a la Estatua de la Libertad blandiendo una espada en vez de una antorcha —como la prefiguró Kafka en la más oscura de sus novelas— el inmigrante puede gritar que la pesadilla ha terminado.

Pero no, para muchos América era tan solo una escalinata más en su particular descenso al infierno. Al niño de Coppola y al muchacho de Leone, Nueva York los recibió con los brazos abiertos. Pero a Ewa, la atormentada heroína de James Gray, Ellis Island la recibirá con su rostro más duro. Ahí está, despojada de su hermana, señalada por su presunta conducta inapropiada en el barco que la trajo, sola y triste en una fila esperando a ser deportada a la arrasada Polonia, el lugar donde nació y en donde sus padres fueron decapitados.

Y se iría sin duda si Bruno, siempre solícito a corromper guardias, no viniera a su rescate. Y vemos que la tierra de las oportunidades, pintada en la segunda parte de El padrino y en Érase una vez en América, se transforma peligrosamente en un relato de Sade, en donde esta Justine de principios del siglo XX, tendrá que entregar su virtud y bondad si desea tener la oportunidad de conseguir el anhelado sueño americano.

En la primera media hora, viendo los extraordinarios decorados de Happy Masse hipnotizado por el claroscuro rembrandtiano de Darius Khondji, piensas que estás ante una de esas películas que ya no se hacen. Una superproducción en donde todo va a funcionar bien, porque si es por intérpretes ahí están tres de los más grandes actores contemporáneos: Marion Cotillard, Joaquin Phoenix y Jeremy Renner. No hay nada que temer, relájate en la butaca y ten el privilegio de disfrutar de un nuevo clásico.

Entonces sucede lo inevitable, pasan los minutos y el vacío en el estómago vuelve a aparecer. Es la úlcera, la misma que surge cada vez que estás incómodo, cada vez que el mal genio te atormenta. Porque lamentablemente en La inmigrante fueron generosos con todo, menos con las emociones. James Gray es uno de esos directores independientes que se han creído el cuento de que son genios incomprendidos y que, cada vez que consiguen el presupuesto suficiente para rodar su proyecto, malgastan sus energías enredándose en una disputa con los productores de turno. Los Weinstein ya lo habían padecido y después del rodaje de su ópera prima, Las yardas, lo sacaron con una patada de sus estudios.

Volvió con un guion de su autoría que seguramente en un estudio común y corriente hubiera costado 100 millones de dólares. Los gordos judíos le dijeron que solo había 16 millones para hacerlo y Gray aceptó el reto. A punta de talento, imaginación y cine, el todavía joven realizador neoyorquino nos llega a convencer que se trata de una superproducción. Y eso es lo más triste de esta película, que a pesar de todas estas virtudes la úlcera aparece y la razón de su irrupción es que después de 45 minutos ya estás seguro que te están blufeando y que James Gray no tiene ninguna historia que contar.

Es apenas lógico que empieces a aburrirte: sin historia y sin emoción alguna el cine se convierte en algo tan soso y agotador como visitar un museo. Son planos largos, hermosos, poéticos y huecos. Tenía razón Harvey Weinstein cuando le peleó a Gray por el montaje final. Quería volver a editarla, añadirle nuevos diálogos, suprimir escenas, darle ritmo. Lo que era la película que explicaría la inmigración femenina a América terminó siendo un soporífero relato, perfectamente olvidable, sobre un trío que nos recuerda a Gelsomina, Zampanó y el Loco, en una pálida y ridícula evocación de La strada.

En el cine, como en la vida, no siempre el artista tiene la razón. A veces también nos tienen que dar algo a la gente, y si vamos a la sala es porque estamos sedientos de emociones, porque, al ser espectadores, estamos condenados a la inmovilidad y la vida sucede es sobre el lienzo de plata. Tienen una historia épica, en un contexto único, con intérpretes maravillosos, la máquina del tiempo ha abierto sus puertas y pueden volver a 1920. Pero James Gray ha decidido, como Miles Davis en sus conciertos, ponerse de espaldas al público y darnos apenas los retazos de una malograda obra maestra.

Porque esto es lo que hubiera sido El inmigrante con una oportuna podada de Harvey Manos de Tijera: un clásico a la altura de la segunda parte de El padrino, Érase una vez en América o La strada y no esta película correcta, fría y olvidable.

 

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