Los corazones de los franceses ardían mientras miraban, perplejos, cómo Notre-Dame de París se retorcía implorando bajo las flagelaciones inclementes de las llamas.
Ese 15 de abril, un día luminoso y tibio de primavera, nadie hubiera podido sospechar que otra emboscada cruel de la fatalidad estuviera ya tendida y que, horas más tarde, a las 18:50, dejaría caer su zarpazo sobre la catedral más amada de Francia.
856 años estaba cumpliendo, y no porque sean esos, con exactitud, los que hayan transcurrido desde su nacimiento, sino porque en 2013 decidieron celebrar sus 850. Es así como celebran sus cumpleaños los símbolos.
Notre-Dame, la catedral de catedrales de París, en una Europa cuya historia está grabada en las piedras de las catedrales. Un continente cuyo símbolo es, al final de cuentas, la catedral.
Pero, ¿qué es la catedral?
La catedral es el testimonio en piedra de muchos hombres y mujeres que se han congregado alrededor de la Fe para buscar las alturas y la eternidad.
Por eso las admiramos tanto. Por eso las apreciamos tanto. Sobre todo en estos tiempos de metamorfosis cuando las sociedades vienen desmembrándose en individualidades extraviadas tras de lo vano y lo efímero.
Escuchemos el grito severo de Notre-Dame.
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En toda grandeza anida una fragilidad. En toda fragilidad una nobleza y una responsabilidad
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En toda grandeza anida una fragilidad. En toda fragilidad una nobleza y una responsabilidad.
Si la ingratitud ha insensibilizado nuestras almas hasta el aturdimiento que nos convierte en incapaces de abrazar las grandes herencias de Fe, Libertad y Democracia de la historia humana, que por lo menos sea el instinto el que nos haga reaccionar ante el riesgo siempre allí, presente, acechante, de perderlo todo.
En esta Navidad que llega, los invito a que corramos el riesgo de la Fe, de esa única que, de pronto, nos dispone a topar con la Grandeza.