Literalmente, como un “baldado de agua helada” ha caído la noticia de que fueron las Farc las que asesinaron a Álvaro Gómez Hurtado.
En este caso, el término “reconocimiento” tal vez no resultaría el más apropiado en la medida en que jamás, en los largos 25 años que han transcurrido, se las señaló de ser las responsables del magnicidio.
Es increíble. No que las Farc lo hubieran matado; lo que no cabe en la cabeza es que esta posibilidad nunca hubiera aparecido entre las hipótesis de investigación de la justicia ni entre las narrativas supuestas que publicaron incontables veces los medios de comunicación.
A todas estas, no queda más que creerles, en principio, a los exjefes de las Farc y esperar a que las pruebas que aporten sean lo suficientemente sólidas como despejar cualquier duda que pueda surgir en el camino.
No obstante, de lo que no queda la más mínima duda es de la dramática ineptitud de la justicia colombiana, ineptitud que no solo se evidencia en que no fue capaz de resolver un caso tan trascendental como este sino en la demostración de lo manipulable y ligera que es frente a testigos de toda laya.
Una vez más tiene que hacer crisis ese vicio insoportable de la justicia penal de haber sustituido la investigación criminal técnica y rigurosa por el atajo cómodo y amañado de los testimonios.
Aquí, los pocos casos que conocemos que han fallado los han definido con base en testimonios de los delincuentes. No puedo dejar de recordar que así ocurrió con el caso de Luis Carlos Galán. Que recuerde, todo lo soportaron los jueces en las declaraciones que les dieron, al cabo de los años y como les dio la gana, Popeye y Carlos Alberto Oviedo, dos reconocidos y exaltados sicópatas.
Es triste recordar que Popeye se convirtió para los jueces y para los medios de comunicación en un verdadero referente. Casi que sus versiones delirantes lograron constituirse en un sello legitimador de las sentencias judiciales y de las crónicas periodísticas sobre la violencia. Por ese camino, si no fallece cuando falleció, no me hubiera sorprendido verlo nominado para magistrado de alguna corte o para miembro de alguna academia de historia.
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La justicia queda debiendo, como mínimo, la investigación sobre los falsos testimonios que la desorientaron durante un cuarto de siglo
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Es que, en medio de este baldado de agua helada, es imposible dejar de recordar los innumerables titulares de prensa sobre las innumerables visitas de funcionarios judiciales recogiendo cuanto testimonio les ofrecían en innumerables cárceles de Colombia y el extranjero. Según esas noticias que contenían fragmentos filtrados del expediente, ya estábamos a punto de llegar a la verdad del asesinato de Álvaro Gómez y estábamos, también, a punto de descifrar, por primera vez, un crimen urdido desde la más alta posición del Estado.
Lo mínimo que nos queda debiendo la justicia es la investigación sobre los falsos testimonios que desorientaron a lo largo de un cuarto de siglo la investigación.
¿Quiénes rindieron esos falsos testimonios?
¿Qué móviles los llevaron a mentirle a la justicia?
¿Qué grado de credibilidad merecían dichos testigos?
¿Por qué los funcionarios judiciales les concedieron tan alto grado de credibilidad?
¿Quiénes fueron esos funcionarios judiciales que les dieron la inmerecida credibilidad?
¿Dónde están hoy esos funcionarios judiciales?
¿Qué dirigentes políticos avivaron y les dieron trascendencia pública a dichos falsos testimonios y por qué?
Esperemos que estas respuestas nos lleguen algún día, ojalá más temprano que tarde.
Por lo pronto, esperemos, también, que los dirigentes políticos no sigan embolatándole a Colombia la reforma a la justicia.
Como mínimo, sería de reconocer que la ineptitud para hacer justicia en un caso tan doloroso e histórico como el del magnicidio de Álvaro Gómez es un argumento más que se suma a la cadena inagotable de razones para avanzar en la urgente reforma de la justicia.