Parecería que una fuente - ¿o una prueba? - de sabiduría es la capacidad de vivir el momento presente. Quizás viene asociado a un flujo de ideas desde Oriente, enmarcadas en diferentes tradiciones intelectuales y religiosas, que resultan en una práctica concreta: la meditación. Aunque ya lo decía también Santa Teresa, “Nada te turbe, Nada te espante, Todo se pasa, Dios no se muda”. Solo Dios como permanente para esta mujer católica.
La tiranía de las redes sociales lleva al extremo la idea del momento presente. Indignaciones fugaces, alegrías cortas, sentencias y afirmaciones que se dicen y pasan rápido, hasta el siguiente hashtag. Se acompaña, claro, de la necesidad de la viralidad. En sociedades tan desiguales, y dónde la influencia había estado reducida a pocas familias del centro del poder político y económico, el internet -redes sociales y páginas web- ha permitido romper los esquemas tradicionales para “influenciar”. Sin embargo, como en toda innovación, no es claro aún cómo se definen los términos, ¿qué significa influenciar en el mundo digital? ¿cómo se mide el efecto “real”? ¿o es, justamente, lo digital lo que ya es real?
La necesidad de viralidad. Roto el esquema tradicional, la intuición es que la viralidad es la nueva medida de poder. Cuántos más likes, compartidos, comentarios, más público y entonces más poder. Saciada esa necesidad bien fundada en la evolución de la especie. También, por supuesto, otro ángulo: la necesidad de plata. Los likes son una señal para las marcas de un potencial influencer, que no quiere decir nada. Portales, como este, con la necesidad de tráfico para sobrevivir. Ya vimos en las últimas semanas despidos masivos en los medios tradicionales más poderosos y los melodramas que resultan de la tensión entre la libertad de permitir la expresión y el riesgo de perder la pauta.
La viralidad y los incentivos perversos. No es fácil ser viral. El esquema promueve la comunicación de polémicas y posiciones extremistas que quepan en un titular y que resulte en llamar la atención de las personas de estos días. La injuria y la calumnia, siempre un recurso sencillo. Imagínense, si hasta a Nairo Quintana ha sido destruido en estos días. Podría decirse que los que no tenemos ni queremos posiciones extremistas, o crear polémicas como un fin en si mismo, no hemos sido capaces de entender el esquema. Puede ser.
La selección Colombia. Esta iba a ser una nota sobre la victoria de la selección. Ya había imaginado cómo sería ganar una Copa América en Brasil. Imaginaba a Falcao alzando el trofeo. La nota se iba a llamar “La dignidad de Falcao”. Llegó a la copa en un buen momento con su equipo, sin lesiones recientes, es el capitán y goleador máximo de la selección. Jugó bien con Argentina: resulta que el gol de Zapata pasó, en buena parte, por el desgaste al que sometió Falcao a los defensas -muy flojos- de Argentina. No es para decir “el mejor jugador del mundo sin balón”, pero, la verdad, es que esa frase no era tonta. Se imaginaron una tensión entre Zapata y Falcao: no existía. Cuando Zapata va a entrar contra Argentina, Falcao lo mira a los ojos y le dice: “Vamos Duván, a aguantar, con toda”. Le está entregando el equipo, primero a James, y luego a él. Zapata ha tenido una evolución lenta y segura. Necesita a Falcao, es él quien lo va a ir llevando a ser su reemplazo. No es su competencia. Es siempre mejor andar sobre hombros de gigantes.
En Colombia destruimos a los gigantes. Justamente, por el esquema ese de las redes. Creamos, también, tigres de papel. Ídolos con pies de barro, egomaníacos adictos a la adulación y hábiles para alimentar a la tribuna por un segundo. Este Falcao no es de papel. Se ha parado de todas las caídas, las lesiones, el fracaso en Inglaterra, esta derrota contra Chile: fue el primero en ir a declarar y poner la cara. Yo espero que siga jugando, siga de capitán y siga llevando paso a paso a Duván Zapata, un inmenso jugador que, además, es gran persona. Aquí va: inclusive, desde el banco, Falcao es importante. Pasa que ese gigante sabe ser suplente, ya su legado va más allá de unos minutos o unos goles. Queiroz lo necesita.
Los gigantes no se enteran de que han sido destruidos en un hashtag. Por unos días, se puso en duda a Pékerman. Increíble. Lo que hizo ese señor por Colombia, mucho más allá del fútbol, sí por Colombia entera, fue importante. De todo lo acusaron, no sé que será cierto que acusar es fácil. El trabajó con seriedad, se comportó serenamente e hizo lo que mejor pudo. Mal, no le fue. Ahora, ya destruimos a Queiroz. Íbamos a ser campeones con él, ya se pide a Reinaldo Rueda, destruido antes. Cae Tesillo: para fallar un penal, hay que ir a cobrarlo. Se va a parar, es un buen lateral. La inmensa paradoja: los gigantes no se enteran de su destrucción. Por que no existe esa destrucción, es la canalización de unas necesidades muy básicas permitidas por la anonimidad, por la ansiedad de capturar un público, por sobrevivir en una competencia dura. Si se enteran, es fugaz como todo lo demás, y se paran más fuertes: Stefan Medina.
Me enteré, al momento de escribir esta nota que es la de la derrota: la palabra impermanencia no existe en español. Al menos, no está en el diccionario de la RAE. A mi me gusta, es importante en el budismo, y no encuentro una buena palabra en español que diga lo que quiere decir: im-permanencia, cualidad de lo que no es permanente.
Ya pasó esta Copa América de gran ilusión, ya pasará el esquema de las redes, ya pasará Falcao con la 9 de la selección, y ¿qué queda? La dignidad, los gigantes, el ridículo del hashtag. Al fin y al cabo, lo que, dicen, fueron las últimas palabras de Buda, “Todas las cosas condicionadas son transitorias. Esfuérzate con diligencia.”
@afajardoa