La imagen horrible
Opinión

La imagen horrible

Consumimos las culturas extranjeras a partir de lo que Hollywood nos ofrece de ellas y así dejamos de comprender al otro para caer en el juego del prejuicio malsano e ignorante

Por:
octubre 06, 2019
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Ya no recuerdo su nombre. Pero aún persiste en mi memoria su rostro desencajado cuando un taxista, al saber de su origen alemán, se atrevió —casi que como un reflejo— a preguntarle por el infame personaje. El joven simplemente se apresuró a contestarle con desgano: “Creo que sigue muerto”. Y de inmediato cerró la conversación. La pregunta había interrumpido una interesante charla sobre Cien Años de Soledad que me estaba empezando a incomodar. Mi compañero de viaje parecía saberlo todo sobre la obra y sobre Gabo. No tendría más de 25 años y había llegado a Nueva York a estudiar cine o persiguiendo un amor resbaladizo. Tampoco lo recuerdo. Luego de un incómodo silencio, y mientras las luces de los demás carros se estrellaban en su mirada brillante, se dirigió a mí y aún preso de cierta indignación -con la certeza que busca la revancha- me dijo:

 

—Todos los países tienen su Hitler.

 

Sonreí, y sin detenerme en lo que había dicho, le contesté que era de suponerse así; con una muletilla en inglés capaz de sortear lo que no se quiere pensar a cabalidad. Pasaron los años y con ellos llegó la confirmación de la sensatez de lo que me había dicho el enfadado alemán. Sin duda —y de eso se trata también la historia— todos los países cargan consigo una vergüenza mediata o inmediata. Un pecado incurable que hace sonrojar y estremecer incluso al alma más serena y convencida. Toda tierra tiene en sus anales lo inexplicable o inverosímil, casi siempre relacionado con las huellas que deja el hombre cuando pasea con confianza entre su latente monstruosidad. Lo inexplicable de la atrocidad resultará en vergüenza y embarazo. El mutismo colectivo ante lo que no se puede comprender o de lo cual no se quiere dar razón. El inicio de una película de horror en la que las inocentes víctimas desconocen el origen de los rasguños en las paredes y los clavos sueltos del establo.

No obstante, dichos monstruos y sus monstruosidades tienen una finalidad adicional: sumarse a la construcción de los prejuicios que rodean —¿atraviesan? — a toda nación. Por naturaleza los prejuicios, en su dimensión más favorable, son simples obstáculos intelectuales fácilmente superados con algo de conocimiento o tránsito por el mundo. En cualquier caso, un prejuicio sirve además como detonante de conversación y como un eficaz medio de socialización, lo que en efecto no sería nocivo, toda vez que el mismo no se repitiera lo suficiente o se “versionara” en tal cuantía que pareciera ser el único universo concebible —y creíble— de una nacionalidad. Basta revisar la cartelera de los últimos 50 años para darse cuenta de la miríada de prejuicios que se repitieron una y otra vez y malgastaron la imagen de muchas culturas alrededor del mundo.

 

 

Tan poderosa es la capacidad de la propaganda del sueño americano
(también conocida como Hollywood)
que han hecho de todos los árabes del mundo, terroristas fanáticos en potencia
a los cuales hay que mirar con sospecha y desconfianza

 

 

En efecto, la industria del entretenimiento norteamericana funciona como un intermediario cultural entre los países. Por décadas las ficciones que han reiterado hasta la sociedad han dañado gravemente la autoestima y confianza de millones de personas alrededor del mundo. Tan poderosa es la capacidad de la propaganda del sueño americano (también conocida como Hollywood) que han hecho, por ejemplo, de todos los árabes del mundo, terroristas fanáticos en potencia a los cuales siempre hay que mirar con sospecha y desconfianza. La labor de intermediación es muy sencilla e incluye la mutilación de las culturas y manifestaciones sociales e históricas de una nación y su reemplazo por estereotipos fáciles y digeribles. (Nos venden falsas mareas a costa de océanos profundos e interesantes construidos por siglos). En un mundo donde habita la pereza intelectual es mejor ver una película de un todopoderoso militar norteamericano, que salva al mundo del terror de los fanáticos musulmanes, que reconocer las similitudes y parentescos del Islam con las religiones judeocristianas. Consumimos las culturas extranjeras a partir de lo que el intermediario nos ofrece de ellas y de esta manera dejamos de comprender —y contemplar— al otro como lo que realmente es: un igual.

De nuevo la alternativa a esta situación parece muy sencilla. Más allá de apagar el televisor o guardar el teléfono inteligente —algo cada vez más improbable— es preferible no quedarse con la versión escueta y rimbombante de Hollywood y sus plataformas. Con un esfuerzo adicional se podrán contrastar versiones de los ángulos de las culturas extranjeras —e incluso propias— que nos permitan evitar caer en el juego del prejuicio malsano e ignorante; que entre otras cosas, nos impedirá ver las verdaderas fronteras del mundo —aturdiéndonos con imágenes horribles— para que no salgamos de nuestras casas y así evitemos corroborar que todo lo que nos dijeron sobre el otro, el extranjero, el diferente, es una cruel mentira o —al menos— una imprudente exageración.

Y sí, también nosotros tenemos nuestro Hitler.

@CamiloFidel

 

 

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