La ignorancia no es dicha, la ignorancia es una peste que hay que erradicar. La ignorancia causa la mayoría de los problemas que nos aquejan en la actualidad: destrucción ambiental, homofobia, xenofobia, racismo, clasismo, fundamentalismo, etc., etc. Un pueblo ignorante es un pueblo fácil de oprimir, es un pueblo que nunca saldrá del hoyo en el que se encuentra y en el que no se vivirá en paz. Un pueblo que no sea capaz de pensar por sí mismo, de ver el mundo con una mirada crítica, está condenado y condena a los demás a la extinción. En algún lado vi un cartel que llevaba un manifestante durante una protesta en Turquía que decía: “Las sociedades más peligrosas son las que creen mucho y saben poco”. Y por ahí también va una frase de Voltaire: “Aquellos que te hacen creer cosas absurdas, te pueden hacer cometer atrocidades”. Yo agregaría otra parecida, de mi autoría: “Las sociedades más pobres son las que se creen todo y no se preguntan nada”. Creo que se ven aplicaciones de estas frases alrededor del mundo, todos los días.
Entiendo de dónde viene ese dicho de que “la ignorancia es dicha”, pero cada vez lo encuentro más indefendible. En pleno siglo XXI, en la era de la comunicación y del internet, en la que hay información disponible donde, cuando y acerca de lo que uno quiera, me parece un desperdicio de esa capacidad mental de la que tanto alardeamos los humanos cuando nos comparamos con los demás animales. Decir que la ignorancia es dicha es un insulto a la inteligencia del ser humano, en mi opinión. Vivir desconectado del mundo que nos rodea, además de ser cada día más difícil, es vivir como un zombi al que no le importa el efecto que sus acciones tienen sobre su propio bienestar, y peor aún, sobre el de los demás. Algunos dirán que a veces es bueno no saber, como por ejemplo en el caso de una enfermedad. Entonces deshagámonos de todas esas tecnologías de diagnóstico que salvan tantas vidas. O en el caso de los procesos industrializados de preparación de comida o del sufrimiento animal necesario para que llegue a nuestros platos. Pues entonces deshagámonos de las agencias e instituciones del gobierno que supuestamente nos protegen y protegen a otros de los inescrupulosos y de las etiquetas con información de los productos. O en el caso de la explotación a la que son sometidas tantas personas que fabrican aquel producto tan (in)útil y barato que están vendiendo. Pues entonces olvidémonos de la declaración universal de los derechos humanos.
Yo entiendo que tanto hombres como mujeres respondamos a estímulos visuales, a la belleza física de las personas. Pero ¿habrá algo más atractivo que una persona curiosa, que sepa y quiera saber más, que lea, que esté enterada, que se involucre en las conversaciones de una manera crítica?¿Que una persona que demuestra conocimiento y que está dispuesta a defender su punto de vista con argumentos inteligentes y a aceptar los argumentos inteligentes de los demás? ¿Que no se encierra en su propia visión del mundo y que distingue entre opiniones y hechos? ¿Qué una persona a la que le importan las cosas que suceden a su alrededor? Y no estoy hablando aquí de títulos y de certificados, esos se están otorgando hoy muy fácil a cambio de unos milloncitos. Estoy hablando de lo agradable que es tener una conversación con alguien curioso intelectualmente, que no le tenga miedo a saber. De lo estimulante que es explotar esa capacidad que tenemos de investigar, de seguir pistas, de filosofar, de recordar, de proyectar. Y de estas personas hay en todas las ocupaciones y clases sociales, desde el campesino más humilde hasta el yuppie más “pinchado”, desde el mecánico hasta el banquero o el abogado (muchos creerán que hay una relación directa entre oportunidades en la vida y curiosidad intelectual o sabiduría, pero obviamente este no es el caso).
No todos nacieron para ser científicos, ingenieros o filósofos. Pero es que la curiosidad acerca de cómo funciona el mundo y las ganas de llegar a conclusiones por cuenta propia no necesitan de títulos o de etiquetas. No hay autoridades en ningún tema, lo que hay es expertos. Preguntarse por qué o cómo es algo natural (muchos habrán alguna vez sido bombardeados por los “por qué” de un niño pequeño). Lo que no es natural es conformarnos con las respuestas que otros nos dan sin primero someterlas a un proceso reflexivo y crítico. Incluso los niños, quienes obtienen la mayoría de información por medio de otros (adultos), pasan por este proceso. Eso sí, hay que tener la valentía de exponer las conclusiones propias para que otros las escruten y aceptar cuando estamos equivocados. Así se crece intelectual y moralmente. Así se avanza. Así se enriquece. Así se enamora.