Hace unos días Catalina Ruiz Navarro publicó un texto titulado El fin del amor y la muerte del sexo, a manera de respuesta a la crítica que las actrices francesas hicieron a sus pares de Hollywood por su actitud frente al acoso sexual. El texto es interesante porque constituye un ejemplo arquetípico de las formas de argumentación de eso que, en rigor y ya no como etiqueta para anatemizar, puede denominarse “ideología de género”.
Se trata de una forma de argumentación que le hace mucho daño al proyecto ético y político del feminismo, por su carácter dogmático y sus problemas de fundamentación, porque termina por darle la razón a sus críticos.
En lugar de ver la interpelación de las actrices francesas como una invitación a complejizar la manera como se piensa el problema del acoso, el texto insiste los lugares comunes que han caracterizado esta discusión. El primero es que el acoso siempre es algo obvio. Por eso desprecia el argumento de que no se debe confundir la galantería con acoso. Sin embargo, si el acoso fuera algo tan obvio, no ameritaría la discusión que se ha producido. Para Ruiz:
“Los hombres no son ineptos emocionales ni incapaces sociales, saben muy bien cuándo están imponiendo su voluntad por encima de la otra persona, saben muy bien cuándo una mujer está incómoda y no quiere que le hagan lo que le están haciendo. Otra cosa es que nuestra sociedad les ha enseñado que no importa que ella no quiera, que ella no sabe lo que quiere por tanto su 'no' no es legítimo, el deseo o el placer de ella no importan, importan el placer de él y su deseo”.
En estos postulados, la apelación a “los hombres” funciona como ese muñeco de paja que sirve para fortalecer los argumentos propios a partir de una falacia, algo así como “todos los hombres son iguales” que termina, como veremos, por afirmar que todos somos acosadores. Pero además, se desconoce de tajo que no siempre se sabe cuándo uno incomoda a otra persona.
Las relaciones eróticas y las artes de la conquista están atravesadas por distintos marcos culturales y códigos de comunicación, en función de estratos sociales, regiones, tradiciones y otra infinidad de elementos, que hacen que las conductas no sean inmediatamente obvias y transparentes para todo el mundo. Todo esto hace que lo que en un contexto es “un tic”, en otro se interprete como un “guiño”, para parafrasear al antropólogo Clifford Geertz: las mismas conductas no tienen el mismo significado en todos los contextos. Por lo tanto, no siempre resulta obvio darse cuenta de que se está incomodando a otra persona, puede que sea en la minoría de los casos pero definitivamente no es obvio.
Por otra parte, ¿el acoso consiste, como parece indicar Ruiz, simplemente en “incomodar”? Una práctica de coqueteo o de “galantería torpe” puede generar incomodidad, pero es absurdo pensar que se constituye en acoso solamente apelando a ese criterio subjetivo. Es algo así como sostener: “Él la acosó porque ella se sintió incómoda”. La contracara de este argumento es darle la razón a quienes sostienen, en tono de burla, que solo hay acoso cuando el coqueteo incomoda, cuando el presunto victimario “es guapo”. De esa manera se terminaría por desfigurar totalmente los criterios para categorizar el acoso y aceptar que hay acoso siempre que alguien se sienta “acosado”.
La “incomodidad” es necesaria para que una práctica se configure como acoso, pero desde ningún punto de vista es suficiente. Un “galanteo torpe” puede incomodar de muchas maneras y no necesariamente constituye acoso: cuando una persona “fea” trata de coquetear con una “bonita” es posible que ésta última se sienta incómoda, pero eso no es acoso. Incluso si quien coquetea usa palabras o gestos soeces, no pasa de una conducta grosera e incómoda. Otra cosa es si incurre en un acto sexual abusivo, que es una categoría distinta del acoso (un toqueteo, por ejemplo). En cambio, si quien “coquetea” además de causar algún tipo de incomodidad aprovecha que es el jefe para doblegar la voluntad de su subalterna, se configura claramente una situación de acoso. En otras palabras, se requiere, cuando menos que a esa incomodidad se adicione la persistencia y algún tipo de chantaje fundado en una relación de desigualdad entre las personas más allá de la desigualdad de género.
Ruiz, en contraste, afirma el lugar común de la obviedad del acoso a partir de una serie de errores categoriales (de confusiones en torno a las categorías de discusión en donde se sitúan los problemas). Para ejemplificar la obviedad del acoso, Ruiz opta por narrar el caso del comediante Aziz Ansari: palabras más, palabras menos, el presunto victimario en su apartamento le insistió a una mujer para tener sexo, la presunta víctima se niega pero termina accediendo a practicarle sexo oral, lo que posteriormente hace sentir mal a la presunta víctima. La interpretación de la columnista es pasmosa:
“La línea no es difusa: ¿hubo una voluntad que se impuso sobre la otra? Sí, gracias a la persistencia de Ansari. ¿Debe ir Ansari a la cárcel? No. Pero, ¿estuvo mal lo que hizo? Sí. ¿Entendió en ese momento que estaba mal? Lo más seguro es que no, pues a los hombres les han enseñado que si insisten e insisten tarde o temprano tendrán un sí, y a nosotras nos han enseñado a poner nuestros deseos en un segundo plano y que es incómodo decir “no””.
Al contrario, la línea es difusa y mucho. Si la mujer explícitamente accedió, ¿cómo podemos establecer que lo hizo de manera forzada? Ruiz supone que “una voluntad se impuso sobre la otra” debido a “la persistencia de Ansari”. Es cierto que los hombres tenemos una posición de privilegio en una sociedad patriarcal y heteronormativa, pero de ahí a creer que la “persistencia” es suficiente para doblegar la voluntad de una mujer hay un trecho enorme. Si entre Ansari y su presunta víctima no existía una relación desigual –más allá de la obvia desigualdad de género- resulta cuando menos complicado establecer que “en realidad” la mujer no quería. La consecuencia lógica del argumento de Ruiz termina por darle la razón a las francesas: dado que en nuestra sociedad de entrada hay una desigualdad entre hombres y mujeres, que lleva a los unos a insistir y a las otras a convertir su “no” inicial en un “sí” que no es plenamente voluntario, toda relación erótica está fundada en el acoso.
Esto nos lleva al segundo lugar común en toda esta discusión: confundir el acoso sexual con cualquier conducta que afirme el heteropatriarcado. Suponiendo que Ansari no conociera a su presunta víctima, y que tuviera otras instrumentos de coacción que Ruiz no se molesta en mencionar (una posición que le permita chantajear, una amenaza, un arma, el uso de la fuerza), el caso sería un ejemplo de abuso sexual o de acto sexual abusivo, pero definitivamente no de acoso sexual. El acoso sexual es un tipo de acoso, valga la redundancia, junto con conductas como el acoso laboral, que necesariamente requiere algún tipo de persistencia o de regularidad, como la palabra misma lo indica. Un evento desafortunado, como antes argumentamos, no es suficiente para concebir algo como acoso, por más que evidencie la naturaleza patriarcal y heteronormativa de nuestra sociedad y de nuestras relaciones eróticas.
El problema de toda esta argumentación, en suma, no es que afirme lugares comunes sino su naturaleza ideológica, en el más lato sentido de un velo que nos impide conocer. Solo eso explica su pobreza. Nada de eso parecería problemático si no fuera porque ensombrece una lucha loable por cambiar los patrones de relacionamiento sexual y erótico:
“Las mujeres que denunciamos la violencia sexual queremos más que simple sexo consentido. Queremos que ese consentimiento sea activo, entusiasta y continuo... Lejos de ser puritanos, todos los movimientos en los que las mujeres hablamos en voz alta sobre la violencia sexual que vivimos a diario, en todos sus niveles, son movimientos que exigen una cultura en donde el buen sexo, que es el sexo consentido y bienvenido, sea posible. Nadie está negando la agencia de las mujeres ni su capacidad para seducir, es al contrario, estamos pidiendo que la voluntad y los deseos de las mujeres se tomen en cuenta en nuestras prácticas de seducción”.
Es difícil pensar que las actrices francesas se oponen a este proyecto. Al contrario, ellas parecen ser más conscientes de que no existe solo una forma correcta del “buen sexo” ni del placer sexual, sino que son tan plurales y diversas como “las mujeres” realmente existentes. Esas que no pueden verse mediante los lentes de la ideología de género.