En los pasillos del Centro de Convenciones se movían de aquí para allá hombres y mujeres de todas las edades y aspectos. Hablaban en corrillos, reían, se abrazaban con otros que pasaban y los reconocían, entraban a alguno de los salones donde se sesionaba, intervenían, ingresaban luego a otro, escuchaban, comentaban, su agitación era notoria.
Observándolos con detenimiento, medité en quienes habían hecho posible que las Farc se tomaran a Bogotá, como en algún momento dijo uno jocosamente. Era cierto, centenares de guerrilleros se congregaban en el céntrico lugar, rodeados por visibles medidas de seguridad para protegerlos, y mezclados con un elevado número de compatriotas de procedencia urbana.
Pensé en un instante en Marianita Páez, y en su muerte cuando el Frente Antonio Nariño ensayaba en el 2009 su vuelta a Bogotá. Matándola no lograron impedir que llegáramos a la capital, a fundar el nuevo partido. Cuántos como ella habían quedado en el camino. Me dije que estaban allí, entre nosotros, en las voces, en los gestos, en las risas de todos.
Octavio fue el primer guerrillero con el que salí alguna vez a cumplir una misión en el Frente 19, en la Sierra Nevada de Santa Marta. A él y a Aristides los asesinaron a golpes y machete en las cercanías de Ciénaga poco después. Recuerdo sus ojos negros y su dentadura pareja expuesta al aire cuando sonreía bromeando en su estilo del llano.
Como a Yovani, un muchacho de poco más de veinte años, que subía en el carro de línea a Santa Clara una mañana, y fue detenido en un retén del Ejército en Santa Rosa de Lima. Lo bajaron del carro y los demás pasajeros contaron que al partir lo vieron por última vez sentado en el andén y rodeado de soldados. En adelante no se obtuvo noticia alguna de él.
A Marcos y Johana, capturados también a la entrada a la Sierra, los dejaron tirados a un lado de la vía con siete disparos en la cabeza de cada uno. Sus familias pudieron hacerles bonitos entierros, mientras que de la mayoría nunca se supo qué pasó con sus restos. Oí que Óscar Narváez, herido en combate, murió gritando vivas a la revolución entre sus subordinados adoloridos.
Marleny y cinco compañeros más fueron encerrados por una patrulla en una casa abandonada en Santander. Combatieron hasta morir, al igual que la mona Beatriz en el sur de Bolívar. Una comunidad de esa región reprochó al Ejército su manía de arrojar a la cancha de fútbol los cadáveres de los guerrilleros desde lo alto de los helicópteros antes de aterrizar.
A Alicia se la llevó el cólera enfurecido antes de que lograra sacársela a la ciudad. Ella y sus compañeros esperaban emboscados a la infantería de marina en las orillas del río Magdalena, obligados a beber de sus aguas bajo la furia de millones de mosquitos y el ardiente sol. A Leidy le cayó encima la rama de un árbol que se desprendió de lo alto en medio de la montaña.
Yeimi conducía un auto en las sabanas del Yarí cuando el Ejército emboscado lo traspasó con ráfagas de fusil. A Acacio, el hermano del otro Acacio que pereció tras un bombardeo en el Guaviare, le quitaron la vida las esquirlas de otra bomba cuando apuntaba con su fusil ametralladora a las aeronaves que atacaban a su gente en tierra.
Al negro Domingo Biojó, a la encantadora Lucero Palmera,
y a una veintena de sus compañeros de campamento,
los aniquiló un bombardeo en el sur del país en medio de la noche
Al negro Domingo Biojó, a la encantadora Lucero Palmera, que atendía la visita de su hija, y a una veintena de sus compañeros de campamento, los aniquiló un bombardeo en el sur del país en medio de la noche. Unos kilómetros al norte apenas de donde pereció un número semejante de combatientes la noche que mataron al camarada Raúl Reyes.
En el afán por lograr eliminar a Danilo García y al Negro Eliécer en el Catatumbo, en sucesivos bombardeos, perecieron la hermosa Yuribí y casi dos decenas de sus compañeros. A Iván Ríos lo ejecutaron de modo miserable. Al camarada Alfonso Cano lo fusilaron tras haberlo capturado solitario en la manigua. Sabemos cómo pereció el Mono Jorge Briceño.
Estaba claro que no habían conseguido eliminar la idea. Cada uno de los que partieron dejó sembrada la semilla en la mente de otros que a su vez se encargaron de esparcirla. La mejor prueba era aquel Congreso. No se elaboraban allí planes militares, se hablaba en cambio de justicia social, de democracia, de paz, de cómo llegar con la idea a todo un pueblo.
Estaba naciendo un partido político nuevo en Colombia, en el centro de su capital, ante los ojos del mundo. Afuera unos aplaudían con emoción, otros destilaban su odio y nos acusaban de todo. Siempre lo hicieron, qué importa. Lo verdaderamente valioso era haber ganado el derecho a pensar, a hablar, a trabajar libremente en política.