No es secreto que el mundo en el que vivimos ahora está repleto de acciones enfermas y sin sentido que destruyen por completo las vidas de quienes serían las personas más vulnerables, los niños.
Casos absurdos (como el de Yuliana o Luciana que lastimaron profundamente toda esperanza) demuestran que solo un castigo o reproche no hará que cesen estos aberrantes eventos. No soy psicóloga o psiquiatra, soy abogada, y desde mi posición de ciudadana y mujer que alguna vez fue niña y cercana a esta realidad, veo urgente actuar ante hechos que no concibo como justificables ni hoy ni en ningún tiempo.
Pasar por encima de los derechos del otro es fácil, en Colombia aún más. Nos cuesta tolerar y respetar, eso no va a acabar de la noche a la mañana y peor aún si en las familias o instituciones se empeñan en enseñar superioridad y falta de humanidad ante la debilidad de otro, haciéndonos creer que lo importante siempre es y será el poder que obtengamos y demostremos. Claro, no significa que haya un núcleo social determinado al cual debamos señalar como culpable de los abusos sexuales o actos criminales cometidos contra menores, pero dirigiéndome a todo tipo de niveles económicos y sociales, quiero que tomen conciencia del tipo de hombres y mujeres que le entregamos al mundo.
La BBC publicó un artículo en el cual la periodista Catherine Burns comparte la historia de un joven de aproximadamente 20 años que acepta su pedofilia asumiéndola como una enfermedad que no tiene el poder de dañar al otro y mucho menos que deba afectar la dignidad de los niños. Su madre lo sabe y lo ayuda recurriendo a centros especializados donde le canalizan emociones y donde le hacen tratamientos para llevar una vida más normal.
Este ejemplo lo doy con la intención de que las familias ocupemos más tiempo en darnos cuenta de los posibles errores que por patologías no intencionales pueden desarrollar personas cercanas a nosotros que en un determinado momento lleguen a afectar un ser más pequeño e indefenso o con el objetivo de enfocarnos en pregonar el valor esencial que habita en cada persona. Cada uno de nosotros tenemos la clara responsabilidad de acudir a ayuda cuando así lo veamos necesario.
La sociedad colombiana se presta para hacer todo lo contrario a lo que el artículo pretende enseñar pero no es tiempo de quejarse, ver por televisión e indignarnos, hablar alto cada vez que un nuevo caso sale a la luz; es tiempo de actuar y materializar la preocupación que inquieta a quienes luchamos por un mundo mejor. No dejemos que la vergüenza a un estigma socioeconómico influya en nuestra conducta y nos lleve a cometer y ocultar emociones que pueden concluir en dejar una huella imborrable en quienes recorren el camino a la adultez. Todos podemos ser héroes.
No se debe aplastar la dignidad e integridad del otro y más cuando se trata de un niño que apenas comienza a sonreír. Nadie merece sufrir ningún tipo de abuso, en este caso resalto que los niños son el futuro del país. Cuando nacemos lo hacemos con una expectativa de tranquilidad y felicidad, de amor y comprensión que no debe ser arbitrariamente arrebatada por la satisfacción de alguien más. Cito una frase que escuche mucho cuando era pequeña y seguramente la mayoría lo sabe pero hace caso omiso, "no hagas lo que no quieres que te hagan". Aprender a respetar al otro es aprender a respetarme a mí mismo.
No más, no es justo, la dignidad de un menor importa tanto como la de cualquiera. Ni para ellos ni para nadie un abuso debe ser un juego, hagámonos responsables de su cuidado y como ciudadanos del mundo hagámonos cargo de la prevención de un sufrimiento que en el futuro será irremediable.