Colombia habló el 19 de junio y decidió, por primera vez en su historia, que su presidente fuera un líder de izquierda, Gustavo Petro Urrego.
Más adelante, el 28 de junio, en representación de la sociedad, un grupo distinguido de colombianos que integraron la Comisión de la Verdad, presentó el esperado Informe Final en el que se estableció un relato de lo ignorado hasta el momento sobre qué pasó en nuestra guerra interna durante las décadas que ha tenido en una situación de riesgos y zozobra a una franja considerable de la sociedad rural, pero también, en los últimos lustros, a buena parte de la sociedad colombiana, en virtud de los nuevos actores y nuevas variables que se le sumaron a nuestras violencias políticas internas.
De lo que ha entregado la Comisión de la Verdad, se han empezado a configurar nuevos elementos que se suman al escenario inédito que se ha abierto con la elección de Petro como Presidente. Esos elementos y variables pueden favorecer su gobernabilidad, o también pueden añadir nuevos obstáculos en el camino por encontrar la reconciliación entre los colombianos, uno de cuyos requisitos es dejar atrás la polarización y la división pugnaz en la que lideres destacados metieron al país.
¿Qué esperar como verdad de lo acontecido en nuestra guerra interna, de una Comisión que ha arrastrado y ha sido rodeada de la polarización o división misma que ha vivido nuestra sociedad en los últimos años? La verdad es que conviene ser prudente y moderado en este proceso de asumir la verdad que se la presentado a la sociedad colombiana.
Buena parte del relato que ha registrado la Comisión tiene que ver con los millares y millares de testimonios que esta recogió de las víctimas a lo largo y ancho del país, pero también de los victimarios.
Este elemento ya le agrega a ese relato que se nos propondrá, un elemento inédito no solo a los procesos de verdad que se han vivido en los últimos años en otras naciones, sino también al relato que sobre la violencia se ha construido durante décadas en Colombia.
Desde luego, ese discurso tiene en buena medida el relato de la verdad de las víctimas. A este respecto, la sociedad debe comprender, cómo se ha señalado por algunos autores (Reyes Mate), que no se debe confundir el estatuto de las víctimas con la posesión necesaria de la verdad sobre los hechos objetivos, pero también se debe admitir que las víctimas están en posesión de la verdad sobre lo que han sufrido (2022).
En este sentido la sociedad colombiana en su mayoría deberá rodear y proteger a las víctimas, en tanto que el peso de nuestra guerra interna lo han llevado ellas sobre sus hombros, amén del dolor que les acompañará por siempre en su condición de supervivientes, o de testigos de la barbarie a que fueron sometidos y aniquilados sus familiares.
No hay frente a ellos sufrimientos de los que otros puedan adueñarse, por más que la empatía y la solidaridad nos mueva a acompañarles.
Las víctimas deben saber, además, que no tenemos el derecho, ni como sociedad, ni como individuos, de insinuar o, peor aún, de señalarlos como merecedores del daño que les infligieron sus victimarios.
Es un imposible ético que la sociedad colombiana no puede ni siquiera insinuar, como en los antecedentes de este Informe Final, algunos destacados líderes lo han insinuado o afirmado. Ya sean víctimas de las guerrillas, de los llamados paramilitares, del Estado, o incluso de bandas criminales, las víctimas deben merecer nuestro reconocimiento y evitar sumarles culpas, vergüenzas o reproches que no merecen.
Por el contrario, bien haría buena parte de la sociedad colombiana, en expiar sus culpas ante la enorme tragedia que por décadas se presentó y se presenta ante sus ojos, sin que para ello haya muestras de vergüenza, como sentimiento moral, por lo que ha ocurrido.
No puede ser, por ejemplo, que muchos de los militares que se han visto incursos en violaciones graves de derechos humanos por los llamados falsos positivos, crean que las guarniciones militares son un refugio de impunidad y burla a la justicia, cuando se esconden detrás de órdenes recibidas de superiores, para justificar por qué ejecutaron y le quitaron la vida a millares de colombianos.
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Se les observa, a juzgar por lo que se alcanza a saber por quienes a veces los asisten con ayudas sicológicas, que no tienen muchas veces ni un ápice de culpa o arrepentimiento, sino que todo lo quieren atribuir o órdenes superiores que no pudieron eludir. ¿Dónde queda entonces su criterio moral o su fuero interno para desobedecer crueldades que ni siquiera eran atribuibles a actos de guerra?
Similar cuestionamiento se puede hacer a líderes de la guerrilla o de los paramilitares, quienes justifican muchas de las crueldades cometidas durante las violencias que protagonizaron, bajo el supuesto de que eran las fatalidades de la guerra. Es comprensible que mucha de la justificación que en sus inicios pudo parecer legitima para hacer uso de las armas, dejó de serla cuando la propia violencia ejercida contra sus oponentes y la población civil, se convirtió en un medio para controlar territorios y gentes a merced de sus leyes draconianas de facto.
También es razonable esperar que la sociedad colombiana posibilite un giro en la manera de comprender la experiencia de las víctimas de nuestra guerra interna. Experiencias similares de la historia muestran que un elemento que añade sufrimiento a las víctimas es que estas perciban o vean, que sus interlocutores les juzgan porque creen que pudieron evitar ser víctimas, o que hubieran podido hacer algo más por evitarlo (Améry). O incluso peor, que constaten que otros les juzgan con la ligereza de quien juzga después de los hechos que han debido sufrir (Levi). Hay razones pues, para pedir una actitud más comprensiva y benevolente con las víctimas.
Hace un tiempo escuchaba de un amigo cercano, que cuando intentaba compartir con sus hijos su dura experiencia de sobreviviente de un partido político de izquierda, sus hijos más bien se mostraban indiferentes, seguros como estaban, de que a ellos esa experiencia les era más bien distante.
Ese mismo relato se puede escuchar de otros allegados, pero refiriéndose a la dura experiencia de haber despegado de muy abajo, para haber conquistado ahora una vida cómoda que sus hijos disfrutan, pero que a ellos les parece ajena e increíble.
Las nuevas generaciones no tienen por qué heredar, por supuesto, las desgracias que vivieron sus mayores.
Pero es justo pedirles tener oído atento a lo que es nuestra historia reciente, por lo menos, la que le cuentan sus mayores más próximos. También ellas, en años anteriores, han protagonizados revueltas y protestas que les ha costado la vida y los ojos a muchos de sus compañeros.
¿Les atenderán el relato de sus experiencias en dichas revueltas sus familiares más jóvenes, cuando pasen 20 años, o más? Esperemos que sí.
Por lo pronto, es de esperar que ojalá las nuevas generaciones y la sociedad toda, tengan también oídos para el relato de verdad de las víctimas que, presumimos, es el sustento del Informe Final de la Comisión de la Verdad (que ya está circulando) y ojalá, a ser parte de un relato común de nación y sociedad que reclamamos.