Si esperamos que el juego democrático avale nuestro justo pedido de adopción igualitaria, lo primero que debemos hacer es aceptar ese juego cuando nos es adverso, como hoy. Si algo tengo claro, es que es cosa de tiempo. Ya viene. Tal vez hoy sea difícil verlo, ¡pero ya viene!
Eso, exactamente, es lo que escribía el pasado 19 de febrero en mi página de facebook, cuando la Corte Constitucional evadía la discusión del tema del derecho a la adopción homoparental e intentaba trasladar la responsabilidad al Congreso. Me asistía la total certeza del avance irrefrenable de las conquistas por la igualdad y, sobre todo, al igual que el columnista Antonio Argüello, no tenía duda alguna de que “cualquier batalla contra una manifestación de amor es una causa perdida”.
Por eso ahora, cuando la Sala Plena de la Corte acoge la valiente ponencia de los magistrados Mendoza y Guerrero, aprobándola por una amplia mayoría de 6 votos contra 2, no puedo hacer otra cosa que invitar a la celebración tranquila mientras pongo en papel mi sencillo pero emocionado agradecimiento.
Gracias, claro, a la Corte Constitucional por decir sí. Gracias por sumar un definitivo avance más a la irreversible derrota de las desigualdades. Gracias por estar a la altura de los tiempos y anteponer la legalidad a las presiones de procuradores, sacerdotes, expresidentes, pastores y ovejas.
Gracias a los medios de comunicación que han dado cobertura relevante a la noticia. Muy especialmente a aquellos que han ennoblecido la discusión dando espacio a voces contrarias a las de sus tradicionales públicos conservadores.
Gracias a los miles de creyentes católicos que al interior de su corazón hacen caso omiso a los llamados discriminadores y excluyentes como los de monseñor Juan Vicente Córdoba, y deciden solidarizarse de forma honesta con la que no es más que otra forma de ese amor que su religión tanto dice defender.
Gracias a los activistas en favor de los derechos de los homosexuales por su valiente batalla de pioneros. Por ellos, por sus desvelos, por su aguerrida defensa del amor, por su infatigable capacidad de lucha, hoy —es exactamente así— Colombia es algo mejor que ayer. Mucho mejor, diría yo.
Gracias, a propósito de valentías, a cada uno de los colombianos mujeres y hombres, que han vencido las grandes dificultades sociales, personales y familiares que implica reconocer en voz alta que son homosexuales, y gracias, tanto o más, a las familias que les han escuchado, acogido y acompañado desde la salvadora esquina del amor.
No soy homosexual por la misma razón por la que no tengo los ojos verdes: desde que nací, me gustan las mujeres. Pero entendí muy pronto que si el tema del amor es cuestión de gustos, el de los derechos no puede serlo.
El fallo de la Corte Constitucional es trascendental, no porque con él vayan a cesar los ataques de las mentes anacrónicas y reaccionarias que de modo tan saludable crecen en suelo colombiano, sino porque representa —estoy por completo convencido— un paso gigante en la irreversible marcha hacia ese momento en que el amor venza al prejuicio y el derecho a la barbarie. Un impulso valiosísimo hacia el soñado día en que la homosexualidad deje de ser motivo de orgullo, o lo sea tanto como ser zurdo, tener el cabello negro, pronunciar correctamente la letra erre, saber diluir el café o contar hasta quince con los ojos cerrados.