Un niño llama a una emisora. Por su voz no debe tener más de 8 años. El anfitrión del programa --algún Julito, Darío o Vicky de Ruanda-- recibe la llamada muy amable. El niño pregunta si él también podía ayudar a matar cucarachas.
Con “cucarachas” el niño se refiere a los Tutsis, a todos los Tutsis que eran la plaga que asolaba a Ruanda, según el gobierno Hutu. Los Tutsis y todos los Hutus moderados, que con su falta de amor patriótico eran Tutsis disfrazados, cucarachas igual que ellos.
El locutor se ríe y le dice, que no, que aún es muy chico para ello, pero que debe su padre estar muy orgulloso de tener un hijo tan patriota. Que ya crecerá y podrá matar cucarachas como es deber, pero que por ahora no.
La escena es de Radio Hate, una obra de teatro que habla de la construcción del enemigo en el imaginario popular durante el genocidio de Ruanda. “Cucarachas” fue la palabra escogida para la descripción del enemigo, una plaga, un insecto, una vida insignificante y transmisora de enfermedades. Una cosa que nadie va a extrañar, que hay que matar por naturaleza, un enemigo sin cara, sin más posibilidades vitales que ser eso, un ser rastrero que contamina todo a su paso, que hay que destruir si no queremos que nos enferme. Un ser que no admite transformaciones, lejos de nuestra humanidad, venido de las alcantarillas y sin anclaje alguno a la dignidad de la vida que valga la pena proteger.
Tal vez nos parezca degradante este asunto de las cucarachas para referirse a otro ser humano, pero en Colombia no estuvimos lejos de eso. “Ratas humanas” terminó por llamar en sus últimas intervenciones el ministro de Defensa de la época, Juan Carlos Pinzón, un término que afortunadamente solo se replicó un par de semanas en los medios de comunicación nacionales, tras saberse de la verdad tras del incidente que había motivado tan desafortunada declaración.
Sin embargo, esta práctica de desnaturalizar al enemigo, de construirlo desde el parecer de los redactores de comunicados al otro lado de la trinchera, es una cosa común en las guerras. En la nuestra en particular, desde lado de “los buenos somos más”, aprendimos a llamarlos “bandoleros”, “comunistas”, “narcoguerrilleros”, “narcoterroristas”, “criminales”, “bandidos” y a los muertos que les causábamos les llamamos “bajas” y últimamente, en un giro lingüístico que pretende rebajar la hostilidad del término, se les llama “neutralizados”. No tenían nombre, no eran personas, ni tenían padres o hijos. No sabíamos cómo hablaban o qué pensaban. Sus voces no iban por la radio, ni sus imágenes se podían proyectar si no era cubiertos de sábanas blancas ensangrentadas o siendo amenaza. Eran poco más que cucarachas. Ellos eran asesinos, nosotros héroes.
Pero han pasado cosas. Recuerdo que hace unos años, en la inauguración de los Diálogos de Paz en Noruega, La W emitió el himno de las FARC. Parecía una transmisión extraterrestre eso.
También me acuerdo de las caras de algunos cuando hace un año, en medio de un rompimiento del cese al fuego virtual que teníamos, el Presidente Santos dijo que los guerrilleros que recién habían caído en un bombardeo no serían llamados N.N., que serían identificados para ser entregados a sus familiares. Humanizaba el Presidente a los guerrilleros, que eran el enemigo, pero eran gente.
Luego vimos a Timochencko en entrevistas, con su acento paisa campesino, hablando, riéndose, tirando línea política, siendo gente. Hasta impresionado se veía, el hombre como cualquier ciudadano del común, cuando le dio la mano al Presidente en La Habana hace unos meses. Era gente la guerrilla y no lo sabíamos.
Pero lo de hoy si no me lo esperaba. El Tiempo, el diario más grande del país, cabeza de un conglomerado empresarial de noticias, del cuál se decía hace unos años que si algo no salía en sus páginas no había ocurrido, trae de portada una foto de otro mundo: dos guerrilleros, un hombre, una mujer, él sentado sin camisa, ella sentada de frente sobre él, abrazados, sonriendo, en trance de un beso, haciéndose pechiches en medio de la selva, con un AK- 47 y sus cartucheras verde selva al lado, un machetín encima, en medio de un campamento guerrillero. ¡en portada¡. Y si le pareció mucho, adentro, en la sección “debes leer, un artículo de la transformación a partido político de las FARC con otra foto grande, de una muchacha muy bella, muy joven, blanca –que bien podría ser una estudiante universitaria citadina-, con la luz suave en el rostro, atendiendo una reunión guerrillera. Y al lado, otra, grande también, de guerrilleros, hombres y mujeres bañándose en una pila, en ropa interior, echándose agua con una bota de caucho a manera de totuma. Hasta nos cuentan de Sachi, el perro guerrillero. ¡Tienen perros y los cuidan! Casi lloro, la verdad.
Tantos años, tantos muertos, tanta sangre, tanto odio derramado, corriendo por las venas, río abajo, tierras negras de candela y explosiones por medio siglo, sin querer enterarnos de que el enemigo era humano. Empecinados en pintar al enemigo como el mal absoluto y al amigo como el héroe sin tacha.
Tal vez ahora, cuando comienzan a caer los telones de esta tragedia del teatro de operaciones que ha sido nuestro país podamos a entender que no había tal. Que no éramos ni los buenos ni los malos, o que tal vez éramos ambas cosas, en ambos lados de las trincheras. Que matar a nadie nunca estuvo bien, sin importar su uniforme ni su ideología. Que cada muerto fue un mundo destruido, que no hubo más héroes que los que apostaron por la vida aun en medio de los tiros. Que los que morimos fuimos también los que quedamos vivos.
Esta foto Eliana Aponte que es histórica, por ser la primera vez que un medio nacional (ya lo habían hecho los internacionales) se da el lujo de asumir esa visión del “enemigo”, es a la vez un gesto de paz y una confesión: el reconocimiento de que los actores de la guerra no hemos sido solo los que hemos empuñado las armas (yo fui soldado), sino también los que nos contaban la verdad oficial tan plana y tan sin sesgos. Y tambien nosotros mismos que estuvimos dispuestos a creerla.
Tal vez, como dice el poeta, “un día después de la guerra” podamos vernos al espejo para abrazarnos y perdonarnos y perdonar lo estúpidos que fuimos.