Una tarde de abril de 1974 el adolescente wayú *Jerson Apushaina intenta volarse los sesos con la escopeta de su padre, pero no alcanza a tirar del gatillo. Un sueño lo viene acosando desde hace un año y cree que se está volviendo loco: cabras negras con caras de demonios comiendo flores blancas en el desierto. La pesadilla empezó cuando el muchacho dejó a un lado sus costumbres para hacer realidad su verdadero sueño: ser un ‘marimbero’ guajiro. Ahora sabe que para lograrlo debe dejar de soñar como lo hacen los wayús, porque los espíritus no lo dejarán tranquilo hasta castigarlo.
La época que vive Jerson, el pueblo wayú y todos los guajiros es inusual y no tiene precedentes. La Guajira está inmersa en uno de los episodios más extravagantes de su historia y tendrá consecuencias sobre su sociedad y su cultura: la "bonanza marimbera", una actividad al margen de la ley que irrumpe de la noche a la mañana como un maná del cielo para aliviar la pobreza y el olvido del estado, al tiempo que cambia las costumbres y llena de dinero fácil y muerte a la región con la siembra y tráfico de marihuana hacia los Estados Unidos.
El negocio lo traen los primeros barranquilleros radicados en Miami, quienes ven a La Guajira y la Sierra Nevada de Santa Marta y del Perijá como el paraíso perdido ideal y en el momento indicado. Es una región pobre y apartada de los hechos del país, sus habitantes son festivos y anhelan riqueza y poder, las autoridades protegen el negocio y participan de las millonarias ganancias, y las pistas de aterrizaje para el tráfico de la droga están dispersas de manera natural por el vasto desierto de la alta Guajira, un territorio que los wayús consideran suyo y cuidan con celo hasta la muerte.
Los primeros en involucrarse en el tráfico de marihuana son las poblaciones de la alta Guajira. Algunos clanes importantes deciden entrar al negocio, al ver que varios de sus parientes de sangre se están volviendo ricos; sin embargo no saben cómo hacerlo, ya que provocarán serios conflictos dentro de su comunidad. Pero hay algo irresistible alrededor del tráfico de la marihuana que se parece a su mundo y están dispuestos a correr el riesgo. Está fuera de la ley, se usan armas, deben cuidar territorios, hay enemigos, produce mucho dinero, se gozan mujeres y se ostenta orgullo y poder.
A Jerson solo le preocupa dejar de soñar cuanto antes como wayú, si quiere convertirse en un mafioso guajiro. Le cuenta el sueño a su madre. "Así sueñan los wayús, visita al abuelo para que te aconseje y te dé una cura", le dice ella. El muchacho no acude al `soñador’, un sabio respetado que descifra los sueños y advierte sobre los peligros en la vida real. El muchacho sospecha que el abuelo no aprobará su intención de ser un ‘marimbero’, por temor a que los espíritus se enojen.
Una noche roba el dinero de la familia, rapta a una prima adolescente y abandona su ranchería. Llegan a Maicao y en una residencia se embriagan y retozan hasta el día siguiente. Él se decolora el pelo para olvidar que es un wayú, compran ropas coloridas y gafas Ray-Ban, para parecer más engreídos y valientes, como los mafiosos de la época que, a su vez, imitan a los pilotos yanquis. Días después se marchan a un paraje remoto cerca a Castilletes, una enorme caleta donde se empacan toneladas de marihuana que se despachan a Estados Unidos en bimotores de la guerra de Corea y Vietnam y en avionetas que navegan por una ruta desconocida.
La primera noche en el campamento, Jerson tiene el sueño de siempre y les cuenta a todos. Se ríen de él, y no entienden por qué el indio le da tanta importancia al sueño. Para los wayús, los sueños son realizaciones de deseos y cada imagen tiene un significado en su manera de ver la vida y la muerte. Si un indígena está en problemas o enfermo y sueña, debe acudir al 'soñador' para que le descifre el sueño y recete una cura, que va desde el aislamiento hasta comer en ayunas una planta desintoxicante y amuleto protector. "Indio, fuma marihuana pa'que veas como dejas de soñar enseguida", le dice uno de los calanchines.
Jerson no sabe fumar y apila yerba regada en el suelo y enciende una hoguera. Sus compañeros disfrutan a carcajadas la escena, mientras el muchacho traga humo con su prima, bailan alrededor tarareando vallenatos en español trabajoso y se gozan hasta el amanecer. En poco tiempo el indio aprende a fumar marihuana y en una semana el sueño ha desaparecido. Piensa que ya nada le impedirá ser un ‘marimbero’, un personaje que en la región es venerado y temido como un santo y tan importante como el presidente. El muchacho festeja con más yerba y whisky Old Parr.
En lugar de soñar al estilo wayú, el indio tiene ahora en su mente cosas que no son de su cultura. Vive en las nubes y camina con torpeza, viendo cómo el agreste paisaje se tuerce de manera extraña. Habla una mezcolanza de español, lengua nativa y modismos de los pilotos yanquis. El trabajo de empacar y pesar la marihuana y contar fajos de billetes sigue su curso, aunque las alucinaciones han desviado a Jerson de su deseo de ser un mafioso. Lo único que tiene de ‘marimbero’ es su ropa estrafalaria, gafas oscuras, un revólver 38 largo en su cinto y un caminado de pistolero guapo, al mejor estilo de los matones de la época.
En los años 80 se derrumba el negocio de la marihuana y la región sufre un sacudón económico y social por el despilfarro del dinero fácil. Los guajiros quedan de nuevo en la ruina material y se ven más vulnerables ante la dureza de la vida de siempre. Los indígenas están sumidos en la ruina espiritual y enfrentan serios conflictos entre clanes. Nunca se habían enfrentado a una situación parecida y no saben cómo resolverlo bajo sus costumbres y tradiciones.
El tráfico de marihuana les ha desbaratado el milenario orden social y jerárquico que rige sus vidas. Ya no son los mismos, han olvidado el ritual diario de la sobrevivencia, han perdido la fe en sus creencias y provocado enemistades entre familias que terminarán en matanzas. Por miles migran a Venezuela, otros cambian de nombre y se van a vivir a las ciudades, otros conforman temibles bandas criminales que azotarán por años a los comerciantes árabes de Maicao y a la troncal del Caribe.
Jerson sigue refundido en la caleta ya abandonada. Está demacrado y perdido de la realidad, junto a su prima, tres vigilantes y dos perros desfallecidos que estuvieron a punto de ser sacrificados para no morir de hambre, pero un milagro los salvó. El último avión arriba al desierto y el piloto les socorre con agua y enlatados, y después espera varios días por un cargamento que nunca llega. El indio vende a su prima al piloto por 200 dólares y regresa a su ranchería. Tiene 22 años.
"Parecía un loco, con una mirada y un ‘caminao’ que no son de nosotros", dijo Remedios, una tía. El joven ha dejado de fumar marihuana, aunque no logra adaptarse a la vida indígena. Se entera que unos “gringos” explotarán El Cerrejón, más tarde la mina de carbón a cielo abierto más grande del mundo. Los guajiros y los indígenas creen que la riqueza fácil ha regresado y están seguros que la multinacional norteamericana que operará la mina los sacará de la pobreza en que los dejó la triste y célebre "bonanza marimbera" y del abandono del estado colombiano.
"Me voy pa'l Cerrejón a ganar la tula (dinero), ¡voy a ser rico, carajo!", le dice Jerson a su madre. Ella piensa enseguida: "este ya no es wayú". Lo llevan al tío materno para que resuelva el conflicto y luego lo encierran con el 'soñador' para que le cuente sus sueños. El abuelo lo mira fijo y le dice en su lengua: "¡No vaya a esa tierra mala! (El Cerrejón), los espíritus vagan en pena por esos aires buscando venganza".
El hombre le cuenta algo increíble que más tarde enfrentará a dos maneras de ver la vida y la muerte. En la famosa “Rebelión Wayú” contra los españoles en 1769, varios de sus ancestros murieron en lo que hoy es la mina El Cerrejón y nunca fueron devueltos al lugar donde debieron ser enterrados, los sagrados cementerios, y desde entonces ese lugar es considerado “tierra maldita”. A Jerson no parece interesarle la historia y ni siquiera mira al anciano. La madre confirma aterrada que su hijo ya no es uno de los suyos. “Un wayú jamás le quita los ojos a un 'soñador' cuando está hablando”, reitera la mujer.
"Si uno abandona a un muerto en un lugar que no pertenece al clan, los espíritus nos castigan", dice Remedios. Cada clan tiene su cementerio, lo más sagrado e intocable para este pueblo de más de 300.000 individuos distribuidos en un millón de hectáreas en más de 30.000 rancherías Sin embargo, la explotación del carbón alteró de manera dramática este mapa social y jerárquico. Cientos de familias son reubicadas por la ley y ocasiona un serio trastorno a los indígenas hasta hoy, ya que aún no han terminado de acomodarse culturalmente. La línea férrea de 150 kilómetros, desde la mina hasta Puerto Bolívar, ha borrado las fronteras de los clanes y la vida para ellos nunca será la misma.
Entonces sucede algo extraordinario y jamás visto en el territorio wayú, que confirma la advertencia del ‘soñador’ a Jerson. Unos indígenas de bahía Portete, cerca al moderno puerto carbonífero que se construye, han visto a lo lejos una nube negra posarse todas las tardes sobre el cielo de Jepira, el mismo Cabo de la Vela, el lugar sagrado a donde van las almas de sus muertos. La nube es el polvillo de carbón que el tren minero empieza a diseminar en su diario recorrido por el territorio wayú y el resto de La Guajira.
Es un acontecimiento muy raro para ellos y se enfurecen. Piensan que los malos espíritus del Cerrejón han regresado ocultos en la nube de carbón para atormentar a los difuntos. Algunos se convencen de la maldición de los espíritus por haberse involucrado en el negocio de la marihuana, y les prohíben a los de su clan pisar de nuevo la mina de carbón. Le llamarán en su lengua “La muerte negra”, no por la letal enfermedad del carbón que los irá matando lentamente sin que lo sepan, sino por la venganza de los espíritus.
Jerson es contratado como vigilante en la mina, al igual que miles de wayús. El trabajo también les gusta porque llevan armas y deben cuidar territorios. Se viste su uniforme marrón con una gorra ladeada al estilo de los mafiosos guajiros de años atrás. Se cuelga su escopeta calibre 12 en su desgarbado cuerpo y escucha en su radiecito los vallenatos que ensalzan la vida libertina y mujeriega de sus ídolos ‘marimberos’, ya arruinados y caídos en desgracia.
En su estancia solitaria en El Cerrejón se siente engreído imaginándose el mafioso guajiro que nunca fue. Entre trupillos y el sofocante calor vigila la colosal operación minera: cientos de máquinas gigantes manipulando el carbón en medio de un polvorín que se esparce por varios kilómetros a la redonda. En este ambiente contaminado labora más de veinte años hasta que un día se enferma y va al médico del seguro social en el municipio de Barrancas. Le recetan antigripales y regresa al trabajo.
Meses después sigue enfermo, escupe pus nauseabundo y le prescriben antibióticos. Una noche vuelve a soñar y se despierta gritando y empapado de sudor. Al día siguiente recordó el sueño mientras veía a unos gallinazos en el cielo de la mina: volaba como un pájaro negro sobre Jepira. La imagen tiene el inconfundible sello wayú y piensa que es una venganza de los espíritus por haber cambiado sus costumbres en su afán de convertirse en ‘marimbero’.
Jerson tiene miedo, pese a que estos indígenas solo le temen a los espíritus después de la muerte. Él ya no es un indígena auténtico, no piensa ni ve el mundo como lo hacen los de su raza y ahora no sabe cómo luchar contra el sueño. Decide ir a su ranchería y pedir ayuda al 'soñador', pero lo vence el orgullo wayú. Va al hospital y le recetan más antibióticos. Un año más tarde continúa trabajando a pesar de sentirse muy débil y con fiebres.
"El pobre parecía un fantasma y olía a muerto", dijo la dueña de la pensión en Hatonuevo, donde vivía Jerson. La señora no quiere que el indio muera en su posada porque le traerá mala suerte al negocio, entonces lo embadurna con una pasta de alcanfor y toronjil y lo embarca en un carro de pasajeros con rumbo a su ranchería al lado del mar, a más de 100 kilómetros. Luego de un penoso viaje de siete horas llega a su antiguo terruño. La familia no lo reconoce y su madre debe hacerle varias preguntas para estar segura que es su hijo.
Jerson parece un anciano decrépito aunque solo tiene 49 años. Le aplican la medicina ancestral, lo alimentan con frutos de mar y le practican la 'asijawa', una acupuntura de calor que aplican con leños al rojo vivo sobre la espalda y cura casi todos los males de los wayús, pero no mejora. Por último, el curandero mágico lo exorciza en medio de cantos y escupitajos de tabaco sobre su cuerpo desnudo. "No es una enfermedad de los wayús, es un mal de los 'arijunas' (las demás personas)”, dice el curandero.
La familia lo traslada a un hospital de Barranquilla y le diagnostican antracosis, una enfermedad infecciosa y mortal que ataca a quienes se exponen por tiempos prolongados al polvillo de carbón y otros minerales. El especialista le asegura a la familia que el mal está muy avanzado, y reitera que la causa no ha sido la marihuana que fumó el indio sino el carbón que inhaló durante tanto tiempo. El 'soñador' le pide al médico las radiografías del enfermo y se aleja solitario. Una hora más tarde reúne a la familia.
"No morirá por el carbón sino por la venganza de los espíritus", dice el soñador. Les explica en su lengua que las misteriosas sombras de aquellas láminas son la prueba de la ira de los espíritus. La familia está en un dilema, porque nunca habían escuchado algo así. Los fieles a la tradición apoyan las creencias del abuelo, mientras los demás aceptan el criterio médico y planean demandar a la multinacional. El dinero compensará la muerte, ya que los wayús resuelven todo con dinero, especie o la muerte misma. En esta ocasión, por primera vez en sus vidas y pese a sortear en el pasado pleitos históricos con el estado colombiano, creen que la profanación de su cielo sagrado por el carbón no puede pagarse con dinero ni nada parecido. El asunto provoca trifulcas y enemistades entre clanes, muchos abandonan sus costumbres y migran a la guajira venezolana, y otros pierden la fe.
Días más tarde el soñador visita al enfermo, acostado en su chinchorro, como mueren los indios de clanes de prestigio. El viejo lo mira de nuevo a los ojos durante varios minutos sin pronunciar una palabra, una señal de desaprobación y castigo. Con esfuerzo, el moribundo le narra sus visiones. El 'soñador' le responde:
"El primer sueño fue una advertencia de los espíritus por despreciar a tu raza, y el último es lo que te espera en el más allá. Nosotros morimos tres veces: primero el cuerpo deja de vivir, luego los huesos se quedan sin carne, y por último el espíritu regresa en forma de lluvia y todo se acaba antes de ir a la otra vida en Jepira. A nosotros nos interesan más los muertos. Pronto serás un wayú de verdad”.
Jerson muere días después y es velado durante un mes en medio de cánticos, bailes, carne de chivo y Old Parr. El soñador de 98 años se retira a su chinchorro bajo una troja de yotojoro, con las radiografías abrazadas a su pecho. Empieza un ayuno con la mirada fija hacia el cielo sagrado de Jepira, a pocos kilómetros de allí. Una tarde se le acerca un pariente y médico universitario, al margen de la discusión por respeto a la tradición, y le muestra un pedazo de carbón del Cerrejón para explicarle el lado científico de la muerte del pariente.
Cansado y débil por seis días de ayuno y su avanzada edad, y después de haber cavilado sobre la historia de su nieto que despreció a su raza para volverse un ‘marimbero’ y se atrevió a profanar la "tierra maldita" del Cerrejón, el viejo le confiesa: "¡Ya no es un orgullo ser wayú!".
A la mañana siguiente lo encontraron muerto con una expresión de espanto en su rostro.
* El autor ganador de los premios Juan Rulfo e Idhartes
*Los nombres fueron cambiados por sugerencia de la familia; el apellido es el real.