El 23 de julio del 2000 los Torres Rodríguez esperaban a su primogénita en el hospital E.S.E de Yopal. Se llamaría Karen. Salió igualitica al papá, decían; morenita, con esos ojitos chiquitos y rasgados, esos labios prominentes, esos churquitos negros; de sonrisa tímida que pone a brillar sus dientes blancos.
A sus dos años, Karen y sus padres empacaron maletas y cambiaron los atardeceres del llano por el frío de Tunja. Después de ocho años se mudaron a Veracruz en el Meta y terminaron asentandos en Acacías, a 30 kilómetros de Villavicencio. El Llano estaría siempre en las historias contadas por sus padres; siempre con fuerza de por medio; siempre con salidas afanosas; siempre con el llanto de sus vecinos; siempre con niños alrededor, como cuando su mamá le contaba: “llegaron en una madrugada a la vereda unos grupos armados y cogieron a la fuerza a siete niñas que estaban en la calle. Las creían necias y vagas. Y delante de todos las raparon, desnudaron y amarraron a un árbol".
Con tan solo siete años, Karen Torres ya sabía qué pasaba con los niños que vivían en zonas controladas por las FARC o los paras. Ya sabía que si a un niño lo consideraban vago, o desobedecía un toque de queda, o si no seguía instrucciones, terminaba maltratado, asesinado o simplemente forzado, sin que su familia se diera cuenta, para enfilarse en el grupo armado. Lo que no sabía era que todo aquello vivido no eran simples recuerdos tristes sino que le servirían más adelante en su vida.
Todo cambió una tarde de octubre de 2013, cuando llegó a su colegio en Acacías un grupo inusual de personas. No hablan con acento llanero, no venían armados, ni tampoco camuflados. Con ellos venía alguien que Karen supo después de quién se trataba: el director de cine José Luis Rugeles. Buscaban posibles actores para su película Alias María. Querían actores naturales, niños de municipios, veredas y barrios que pudieran vivir la irrupción de grupos o personas de camuflados, y armadas con un AK-47.
Cuatrocientos niños resultaron escogidos después de 1.800 entrevistas realizadas por Rugeles y su equipo. Entre ellos estaba Karen. Traía con ella algo invaluable: los destellos de las historias que le contaban su papá y su mamá. Con la fuerza de sus recuerdos logró disipar la timidez frente a las cámaras del casting y ganarse el papel: sería María, la niña de trece años forzada a vestir el camuflado de la guerrilla.
Son 77.224 niños, niñas y adolescentes los que han recorrido, a la fuerza, el camino que empezaba a trajinar María. Once mil están aún atrapados bajo las órdenes de un comandante guerrillero, paramilitar o de una bacrim. Es como si 244 aulas, igual a aquella en la que se encontraba Karen, fueran obligadas a empuñar alguna arma.
Karen nunca pensó que sus ojos pudieran transmitir el desespero, la incertidumbre, el desaliento y la tristeza que puede sufrir un niño en la selva. Cuando hablaba era como si recordara el momento más duro de su vida: se encontraba jugando en un río con sus dos hermanitos y de repente una moya, un remolino, se los llevaba delate de ella. O como si en su otra vida estuviera condenada a portar un traje camuflado, a vestirse con botas pantaneras, a cargar las 24 horas del día un rifle de cuatro kilos, a pasar las madrugadas en desvelo en guardia, y a dispararle al blanco que pudiera atentar contra su propia vida. “Yo no sabía nada de María, pero ya al final, yo me llevé mucha parte de ella y ella se llevó mucha parte de mí”.
