Me cogió por sorpresa en una sala de espera el video del niño de 15 años de Monterrey que, de la nada y mientras la profesora reparte lo que podrían ser unos dictados, se para, le dispara, le dispara a otros niños y luego carga de nuevo la pistola y se dispara él mismo. Tristísima y terrible la historia, por decir lo menos.
Pero, sin ningún ánimo de excusarlo, me pregunto si una persona que actúa así sentirá que no es parte de su salón de clase. O de su barrio. O de su país. Cómo será, a veces, la rabia para decidir que nada vale la pena. Me pregunto que es eso de la inclusión. Más que por el caso del niño de Monterrey, me lo pregunto porque fue todo un trending topic del 2016 y es la realidad del 2017: resultó que un montón de personas en un montón de países no están contentas y no se sienten incluidas en los proyectos de sus países y votaron brexit y eligieron a Trump, y viene Le Pen, y acá también estamos así, y así.
Lo dicen en Davos, por ejemplo, —esa reunión anual a la que van los millonarios entre los millonarios— donde la mayor preocupación es encontrar una manera de que las personas que alimentan los nuevos movimientos populistas sientan que son parte del “ponqué de la globalización,” que su tajada es buena (el ponqué del que son dueños los multimillonarios de Davos). Lo dijo Obama en su discurso de despedida: habló de la necesidahistorid de armar un nuevo compacto social en Estados Unidos —encontrar algo que los una a todos como país— que los problemas económicos no pueden enfrascarse como una lucha entre la clase media blanca trabajadora y una minoría “desmerecedora”, una dialéctica que divide. Y todo mientras Trump es ahora presidente, una figura hiperpolarizante.
Los gringos de los estados centrales, los británicos de afuera de Londres
y quienes impulsan otros movimientos populistas,
no se sienten parte porque no se identifican con la historia
que los medios y las élites cuentan del mundo
Yo creo que el problema es, en gran medida, un problema de cómo se cuenta la historia. La Historia (con mayúscula) es la que define quienes somos (“Occidente, herederos de los griegos y romanos” —que es medio mentira—; o “Estados Unidos, la tierra de las oportunidades” capaz que sí, pero no sé) y de hecho está comprobado que una función cerebral humana es contarnos a nosotros mismos una historia que haga coherentes las cosas que nos pasan. Contar y ser parte de una historia es imprescindible para nosotros, la gente que nos gusta es la que nos cuenta una historia coherente de quienes son (miren a Obama), una con la que nos identificamos. Mi teoría es que los gringos de los estados centrales, los británicos de afuera de Londres y la gente que está impulsando otros movimientos populistas, según Davos, no se sienten parte porque no se identifican con la historia que hoy los medios principales y las élites cuentan del mundo. Y, claro, los líderes aprovechados le echan leña al fuego, como cuando dicen que van a devolver trabajos nuevos a Estados Unidos a pesar de que el desempleo allá está en su nivel más bajo en años, ¿quién pretende que trabaje?
En tiempos de revuelo democrático, vale la pena que pensar, entonces, a quién y por qué se está sacando de la historia. Además porque la historia dejó de ser un monopolio de los poderosos y los medios de comunicación son muchos —y los círculos sociales online cerrados y replicadores de opiniones iguales a las nuestras— y el peligro es terminar viviendo en un mundo donde las historias no coinciden. Es peligroso porque, también como dijo Obama, la democracia presupone un mínimo de solidaridad, la capacidad de entender también de donde viene el ciudadano que vota distinto (y de ver que no necesariamente viene de un mal lugar) y ceder un poco. En un mundo tan interconectado, con tanta información y donde la polarización va por mitades, el peligro es que el castillo de naipes lo derrumbe cualquiera que esté sentado a nuestro lado y no habíamos querido ver