El patrullero Manuel Bobadilla llevaba varias noches en vela. A sus 23 años, los días felices apenas comenzaban. Su breve pero fructífera permanencia la Policía Nacional le habían cruzado en el camino a la que se suponía iba a ser la mujer de su vida: la también patrullera Martha Correa. Veía su futuro con ella y solo con ella. Casarse por la iglesia, tener hijo y vivir hasta viejos.
Se habían conocido unos meses atrás, cuando eran compañeros en la guardia de la policía. El amor pudo más que la cordura y a pesar de las prevenciones que tenía ella de involucrarse con alguien de la Institución, decidió ceder ante el instinto. Entre los dos todo fue muy rápido y demoledor. En unas cuantas semanas Manuel lo había dejado todo para irse a vivir con ella.
Sin embargo la obsesión que sentía por su compañera fue consumiendo la relación. Las escenas de celos, derivadas a veces en insultos y en malos tratos, empezaron a hacer mella en el ánimo de Martha. Su buen desempeño como Guardia hizo que ascendiera a la división de asuntos internacionales. Él, mientras tanto, continuó como guía canino en la guardia de seguridad.
El camino que los había unido ahora empezaba a separarlos. Terminaron y a pesar de sus súplicas Martha no quiso volver. Después de una vigilia de varias noches, Manuel Bobadilla tomó una determinación que acabaría de una vez por todas con el dolor que lo atormentaba.
Era el mediodía del miércoles 21 de enero cuando entró a la Dirección Nacional de la Policía ubicada en el occidente de Bogotá. Él, al formar parte de la Guardia de Seguridad, tenía el privilegio de entrar armado a la institución. Un fuerte al que ni los generales entran con pistolas. Subió corriendo los tres pisos, pálido y con la mirada perdida. Entró al área de asuntos internacionales en donde laboran otros 13 agentes. A los gritos llamó a su pareja y ella, entre asustada y molesta, se preparaba para otro episodio histérico. Los insultos empezaron a llover sobre su rostro mientras se quedaba callada.
Manuel, al entender que se le habían acabado las palabras, desenfundó su Sig Sauer, calibre 9 milimetros y le disparó tres veces en el pecho a la mujer que amaba. Al escuchar los insultos, y el ruido ensordecer de la pistola activándose, el mayor Ricardo Alberto Romero Sanabria, quien también trabajaba en esa área, salió, valiéndose de su jerarquía, a imponer el orden. Pero el Patrullero estaba fuera de sí, y sin mediar palabra aprisionó el gatillo una vez más y le dio a su superior en el brazo. La bala continuó su trayectoria y le impactó en el torax. Aterrorizado, el mayor Romero se volteó buscando protección pero otro disparo le dio de lleno en el glúteo y lo hizo caer. Unas horas más tarde moriría en el Hospital Central. El mayor Romero se había especializado en Estados Unidos en Seguridad, pero con apenas 36 años la muerte se le atravesó dejando una esposa y una hija.
Al ver el pecho destrozado de Marta, atontado por los gritos y la situación que él mismo había generado, caminó unos pasos hasta llegar al frente de la oficina de la Secretaría General, allí donde suele estar el hombre más importante de la Institución, el general Palomino, entonces Manuel se llevó el cañón de su arma a la sien y se disparó. El patrullero fue llevado aún con vida al hospital en donde acaba de declararse su muerte cerebral. Para Manuel Bobadilla probablemente sea mejor… no despertar jamás.