Nadie fue como Orson Welles. A los 12 años viaja a Dublín y empieza a cambiar su acento para convertirse en un caballero isabelino capaz de interpretar todos los personajes de las tragedias de Shakespeare. A los 18 escandaliza Broadway al hacer un Macbeth negro cuyo reino no está en Escocia sino en Haití. A los 22 paralizó a Estados Unidos después de que su adaptación radial de La Guerra de los Mundos simulara una invasión marciana. Fue tan realista el relato que hubo personas que se suicidaron ante la inminencia de la llegada de los alienígenas. Después del escándalo Hollywood le abrió las puertas al niño genio y le dio la libertad absoluta, creativa y económica, para que hiciera la película que se le diera la gana. La elección del tema fue harto complicada.
En 1940 no existía un hombre más poderoso en Estados Unidos que William Radoph Hearst. Dueño de una fortuna inconmensurable que la gastó intentando convertirse en un hombre respetable comprando periódicos, desató guerras e intentó ser presidente todo con tal de que su nombre pasara a la historia. Sin embargo, fue por culpa del joven Orson Welles que lo recordamos aún. Después de varias conversaciones con el guionista Herman Mankiewicz, íntimo amigo de Marion Davies, la actriz cincuenta años más joven que el magnate a la que hizo su esposa y, de paso, transformó en estrella de la comedia, la abrió a Orson las puertas de San Simeón, el monumental palacio donde Hearst y Davies recibían a políticos y estrellas del cine.
Y entonces Mank abrió la caja y lo contó todo, hasta cómo se refería Hearst al clítoris de su amada. Rosebaud ha sido la palabra clave más importante en la historia del cine. Ochenta años después la historia es tan apasionante que David Fincher la convirtió en película e, independientemente de los Oscar que pueda ganar, Mank es el mejor filme del año. En su momento Hearst, después de conocer los pormenores que tendría la película de Welles quiso comprársela a RKO, pagar todos los costes de producción y además ofrecer una generosa bonificación con tal de enterrarla para siempre. A pesar del boicot que le sobrevendría y del que era consciente el presidente de RKO decidió estrenar Ciudadano Kane quien sólo ganó un Oscar, el del guion que injustamente tuvo que compartir Mankiewicz con Welles.
A partir de allí todo fue cuesta abajo para el genio más grande que dio el cine. Su segunda película, La magnificencia de los Amberson, son sólo retazos de lo que pudo ser. Mientras se realizaba el montaje final el estudio, sin su permiso, decidió mutilarla. Luego vinieron sus intentos de hacer obras maestras por fuera de Hollywood luego de ser desterrado como un paria. Otello, una de las adaptaciones más brillantes que se han hecho sobre Shakespeare, una de las grandes obsesiones de Orson, se demoró diez años en terminarse mientras conseguía completar el ajustado presupuesto. Al final Welles se ganó la fama de un autodestructivo genio al que no le gustaba terminar sus películas.
Welles terminó convertido en una caricatura triste de sí mismo. Prestó su portentosa imagen para comerciales de vinos en Japón o para series tan infames como la que hizo la televisión pública norteamericana sobre Nostradamus. Lo que quedó fue la leyenda.