A las 8 PM, en una agotadora Plenaria de la Cámara de Representantes -que he cubierto con sigilo y disciplina en estos últimos 28 años- se me ocurrió salir del Capitolio Nacional a tomar aire fresco, atravesé la Plaza de Bolívar, crucé la Catedral Primada -frente a la Casa Museo del 20 de Julio- y tomé la carrera 7 hasta aproximarme a un sitio de comida rápida, cuando sentí una suave pero ágil mano, que entró y salió del bolsillo panel frontal derecho de mi saco de paño.
En un acto instintivo, mi mano derecha tocó este bolsillo, para advertir con terror que no estaba el celular -por terquedad siempre lo guardo ahí- a lo que volteé con desespero para encontrar al ladrón, pero todo estaba desierto y obscuro -a duras penas se veía la placa conmemorativa en ruinas, en donde fue asesinado Jorge Eliecer Gaitán- por lo que no tuve más remedio que iniciar la carrera atlética de los mil metros, para devolverme hasta la Plaza de Bolívar, pasar el Colegio Mayor de San Bartolomé -mirando por indiferencia el costado oriental del Capitolio Nacional- y entrar al Edificio Nuevo del Congreso -que construyó a finales de los Setenta el Presidente Julio César Turbay- abrir a toda prisa la Oficina 642B del Representante Jacobo Rivera –con quien laboraba- y llamar de inmediato por el Telefax al recién hurtado celular.
Y no daba crédito cuando de inmediato contestó el ladrón, quien al decirle que era el dueño del celular, me saludo con bastante educación -en un derroche de amabilidad- incluso preguntando por mi salud y la de mi familia, a lo que de inmediato evadí tan "cínica" deferencia, ofreciéndole una jugosa recompensa por devolver el celular, sin poder creer su tan inédita y “francota” respuesta, que convirtió mi enojo en una irreprimible ansiedad y desesperación.
- Qué pena con Usted, Señor -dijo- pero no puedo. A mí me gusta servirle a las personas, como manda "Diosito", pero ahora se me sale de las manos.
- ¿Cómo así? ¿por qué? -le increpé casi gritando- Usted me entrega el celular y yo le doy la recompensa. ¡Dígame dónde está, y salgo para allá!
- Estoy en la Avenida Jiménez con Carrera 7, esperando al Señor que me acaba de comprar su celular -se fue al cajero- Si me hubiera llamado cinco minutos antes, con mucho gusto nos encontramos y por una “platica” le devuelvo el aparato. Lo siento señor, en otra oportunidad.
No alcancé a colgar el teléfono, cuando de nuevo inicié la carrera atlética de los mil metros, bajé las escalera en mármol del Edificio Nuevo de Congreso, tomé la Carrera 7 y aumenté la velocidad, con el fin de llegar cuanto antes a la Avenida Jiménez -diagonal a donde el ladrón me sacó el celular- con la esperanza de agarrar “in fraganti” al individuo, sin importarme el inicio de una leve pero constante llovizna, ni los peligros de un atraco a esas altas horas de la noche.
Al llegar a la Jiménez -en donde ahora se encuentra la Estación de Transmilenio Museo del Oro- encontré una vez más desierto y obscuro el lugar, sin rastro alguno del afable, pero descarado ladrón, cayendo en cuenta que nada se podía hacer, a excepción de regresar al Capitolio Nacional para continuar cubriendo la Plenaria de la Cámara, esperando que con la lenta, pero apasionante discusión de los artículos del Plan Nacional de Desarrollo, lograra superar la enorme "pena" de perder mi flamante Celular Nokia 110, o más conocido a principios de Siglo como “La Flecha”.
Coletilla: A lo largo de los años, no he logrado comprender el “modus operandi” del ladrón, y hasta se me ocurrió pensar que en el hipotético pero imposible caso de ser arrestado, ese derroche de amabilidad y franqueza para reconocer su delito, le pudiese servir ante el juez como "atenuante punitivo", teniéndolo de vuelta cuanto antes en las calles, para robarle el celular a imperdonables “confiados” como este Columnista.
Una buena pregunta para mis amigos penalistas...
*** Asesor legislativo - Escritor.