La hipócrita sorpresa del pastor Carlos Alonso Lucio ante los efectos de sus prédicas excluyentes

La hipócrita sorpresa del pastor Carlos Alonso Lucio ante los efectos de sus prédicas excluyentes

Reflexión crítica sobre la incoherencia del pastor Lucio: quien sembró exclusión no puede hoy sorprenderse por la violencia que ayudó a fomentar

Por: Diego Alejandro Vargas Aguilar
abril 14, 2025
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La hipócrita sorpresa del pastor Carlos Alonso Lucio ante los efectos de sus prédicas excluyentes
Foto: Redes sociales

Una reflexión de la Asociación de Ateos de Bogotá sobre la coherencia cristiana frente a la violencia y la discriminación como respuesta al artículo del pastor Carlos Alonso Lucio.

“No puede ser que en un país cristiano esté pasando lo que nos está pasando”, sentencia el pastor Carlos Alonso Lucio en un reciente artículo que invita a la reflexión, pero que, a la luz de su trayectoria, resulta profundamente contradictorio. Recordado no solo por su labor pastoral, sino también por su participación, junto a su esposa, la excongresista Viviane Morales, en el comité impulsor del referendo que buscaba revertir una de las conquistas más significativas de la ciudadanía LGBTIQ+ en Colombia —el derecho a la adopción igualitaria, un logro que celebro como miembro orgulloso de ese sector poblacional y que motiva mi interés personal en su defensa—, el pastor Lucio parece olvidar que las semillas de la discordia que hoy critica fueron sembradas, en parte, por iniciativas como la suya.

Aquel referendo, promovido bajo el lema “Firmes por papá y mamá”, logró recolectar más de dos millones de firmas, muchas de ellas obtenidas en iglesias cristianas, apelando a los sentimientos religiosos de la feligresía. Con el pretexto de defender un modelo tradicional de familia, se perpetuó un discurso que no solo estigmatizó a las personas diversas en su orientación sexual e identidad de género, sino que alimentó un ambiente de exclusión y hostilidad. Este esfuerzo, que en su momento cosechó réditos políticos para los aliados ideológicos del pastor, dejó heridas sociales que aún no cicatrizan, a pesar del fracaso de la iniciativa en el Congreso. La pregunta ineludible es: ¿puede alguien que contribuyó a legitimar la discriminación sorprenderse genuinamente por los niveles de violencia que aquejan al país?

En un contexto donde la violencia contra las personas transgénero y otras comunidades marginadas copa titulares —violencia que, según parece, no figura entre las prioridades del pastor Lucio—, su interrogante sobre qué tan cristianos son los males del país resulta particularmente hipócrita. ¿Acaso olvida que la retórica de odio, disfrazada de defensa moral, tiene consecuencias tangibles? El referendo que promovió no fue un ejercicio inocuo: fue un acto político que instrumentalizó el rechazo a la diversidad para consolidar poder, avivando prejuicios que se traducen en agresiones, exclusión y sufrimiento. Si el pastor se pregunta por qué Colombia enfrenta tal descomposición social, debería comenzar por examinar el espejo de su propio legado.

Como ateo, convencido de la inexistencia de un Dios o varios, y por ende de la inviabilidad de la biblia como autoridad moral, observo con perplejidad cómo el cristianismo contemporáneo, tal como lo representan figuras como el pastor Lucio, parece necesitar la ausencia de Jesucristo para sostenerse. El mensaje de amor, inclusión y justicia atribuido a Jesús en los evangelios resulta irreconciliable con las posturas de muchas iglesias cristianas actuales, que promueven la exclusión y el juicio en lugar de la compasión.

Si Jesucristo regresara, como los cristianos profesan, es probable que los primeros en condenarlo fueran precisamente aquellos que hoy dicen actuar en su nombre, pues su prédica de igualdad y amor al prójimo desafiaría frontalmente los dogmas de intolerancia que han arraigado en ciertas comunidades religiosas. Este contraste pone en evidencia una paradoja: el cristianismo institucional, lejos de encarnar el legado de su mesías mitificado —verdadero Dios y verdadero hombre—, lo traiciona al priorizar el poder y la ortodoxia sobre la humanidad.

El pastor Lucio nos recuerda en su artículo la máxima bíblica que el mismo cristianismo proclama: “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:16). Para nosotros también es válida la advertencia de que “el que siembra vientos, cosecha tempestades” (Oseas 8:7). El cristianismo que Carlos Alonso Lucio ha promovido durante años no ha sido un mensaje de amor universal, sino uno que, en múltiples ocasiones, ha antagonizado con los Derechos Humanos, los derechos sexuales y reproductivos, y el principio fundamental de no discriminación. Negar a una pareja del mismo sexo la idoneidad para adoptar y criar a un menor no es solo una postura conservadora, es un acto de violencia simbólica que válida y perpetúa la desigualdad. Cuando ese discurso emana de líderes religiosos, su impacto es aún más devastador, pues se reviste de una autoridad moral que inhibe el cuestionamiento y fomenta la intolerancia.

Es momento de preguntarnos si no ha llegado la hora de que quienes impulsaron iniciativas como aquel referendo arbitrario ofrezcan, no solo una disculpa sincera, sino un acto concreto de reparación hacia las comunidades que han sufrido las consecuencias de sus acciones. La historia de Colombia está marcada por episodios de violencia que, lejos de ser meros accidentes, son el resultado de discursos y prácticas que deshumanizan al otro. El referendo de 2016 no fue un hecho aislado, fue un capítulo más en una narrativa de exclusión que ha costado vidas, dignidad y esperanza a muchas personas.

Si el pastor Lucio desea que su indignación ante la violencia sea creíble, debe empezar por reconocer el papel que sus posturas han jugado en la normalización de la intolerancia. Un ‘cristianismo auténtico’, aquel que dice seguir los pasos de un mensaje de amor y justicia, no puede seguir siendo cómplice de la marginación. Mientras las iglesias que lidera y las plataformas que ocupa no abracen un compromiso inequívoco con la inclusión y el respeto por la diversidad, sus palabras de sorpresa ante el estado del país sonarán vacías, como un eco de buenas intenciones que no se sostienen en los hechos.

Colombia merece un debate honesto sobre las raíces de su violencia, y ese debate no puede eludir la responsabilidad de quienes, desde púlpitos y tribunas, han sembrado división y discriminación en nombre de la fe. Si el pastor Lucio y quienes comparten su visión aspiran a un país verdaderamente ‘cristiano’, en el sentido más profundo de la palabra, deberán asumir que la caridad comienza por el reconocimiento del daño causado y la voluntad de enmendarlo. Solo así podrán contribuir a sanar las heridas de una nación que, más que proclamas religiosas, necesita justicia, empatía y reconciliación.

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