La hipócrita defensa de la libertad de expresión

La hipócrita defensa de la libertad de expresión

Por: Simón Román Osorio
febrero 16, 2015
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La hipócrita defensa de la libertad de expresión

Los infortunados sucesos de terrorismo que se dieron en Francia a raíz de las publicaciones de la revista satírica Charlie Hebdo demostraron que la defensa de la libertad de expresión se mide con raseros distintos, raseros que responden a la indignación ciudadana y a criterios subjetivos.

En Francia, el primer rasero funcionó en favor de la libertad de expresión: el pueblo francés, escandalizado por las ejecuciones televisadas de los miembros de la revista, se organizó para defender el derecho de los ciudadanos a expresar sus opiniones libremente, incluso las ofensivas . El segundo rasero fue utilizado por el Estado francés cuando, apoyado por parte de la opinión pública, arrestó a decenas de ciudadanos por expresar sus opiniones, bajo el pretexto del delito de “apología al terrorismo”, tipificado como delito en ese país desde noviembre pasado.

El caso paradigmático de la hipócrita defensa de la libertad de expresión es el de un joven (16 años) que publicó su propia versión de una portada de Charlie Hebdo. Su imagen tiene el mismo mensaje que el de la revista pero se burla, del asesinato de los dibujantes de Charlie Hebdo. Lo grave es que el Estado francés haga un juicio de valor sobre el contenido de las expresiones de los ciudadanos. No es objetivo permitir satirizar la incapacidad del Corán para parar balas pero prohibir una burla similar frente a Charlie Hedbo. El frenesí del Estado y la sociedad francesa llegó a tal punto que la policía interrogó a un niño musulmán (8 años) que manifestó en su escuela simpatizar con los terroristas islámicos. La reacción obtusa del profesor fue acudir a las autoridades, en vez de tomar una postura pedagógica y proactiva frente a la opinión del niño. Mejor que un adoctrinamiento policivo es una educación libre.

En pocas palabras, la libertad de expresión en Francia se resume a poder decir “Je suis Charlie” pero no “Je suis Charlie Coulibaly”, como lo hizo el humorista Dieudonné Mbala en su cuenta de Facebook y quien fue condenado por apología al terrorismo a pagar multa de 30,000 euros (Coulibaly es el apellido de uno de los terroristas que se tomó un supermercado kosher en París donde murieron tres personas).

Esta persecución legal e institucional de la libertad de expresión despertó incomodidad en organizaciones como Amnistía Internacional, cuyo director para Europa manifestó: “En una semana en la cual líderes mundiales y millones alrededor del mundo se han manifestado en defensa de la libertad de expresión, las autoridades francesas deben tener cuidado de no violar estos mismos derechos”.

En Colombia no estamos lejos de esa persecución a la libertad de expresión: la perversa ley 1482 de 2011 castiga de forma parcializada el ejercicio de la libertad de expresión. Lastimosamente para Colombia, ya se condenó a un ciudadano que emitió opiniones discriminatorias contra los desplazados, los negros y los indígenas, al decir que estos tres grupos eran un cáncer para el país. El condenado fue un concejal de Marsella, Risaralda, un vergonzoso funcionario público que, en mi opinión, habría tenido mejor castigo con una sanción política (traducida a votos) que con una condena penal.

No apoyo este tipo de comentarios pero tengo claro que a la defensa de la libertad de expresión no tiene por qué importarle el contenido de las opiniones ni quien las emite. Esos juicios de valor le deben corresponder a la sociedad y no a las instituciones jurídicas, pues la discriminación y los discursos de odio no se eliminan a punta de cárcel, sino de castigo social. Fuera de todo, esta persecución judicial a la libertad de expresión opera solo cuando se trata de algunos grupos vulnerables, pasa por alto, con hipocresía, ataques a grupos como los discapacitados; y permite, al no castigarla, la discriminación en razón de nivel educativo y socioeconómico, por poner dos ejemplos. En Colombia, como en Francia, se usa un doble rasero para medir las opiniones de los ciudadanos, con lo que se llegó al absurdo de tener discriminación legal e ilegal.

La persecución estatal es, de nuevo, hipócrita, pues si se busca que la libertad de expresión no afecte los derechos de los demás, y en especial de los grupos vulnerables, ¿dónde están las investigaciones y sanciones a iglesias que tienen un discurso abiertamente homofóbico? ¿Dónde está la persecución penal para quienes discriminaron en esta universidad a los beneficiarios de ‘Ser pilo paga’?
¿Qué hacer con las opiniones discriminatorias y beligerantes? En primer lugar se deben respetar. Si entendemos que la libertad de expresión es piedra angular de la democracia por su valor en la deliberación política, los ciudadanos deben tener a su disposición la mayor cantidad de puntos de vista posibles, buenos, malos y pésimos sin distinción alguna. ¿A cuenta de qué un Estado puede prohibirle a un ciudadano pensar que el holocausto judío nunca ocurrió? A cuenta de que está demostrado que sí existió, claramente; pero, ¿qué hacemos el día que el Estado decida que el dios cristiano, por ejemplo, existe y es la única verdad? ¿O cuando un gobierno le dé por censurar a los medios por no ser “políticamente correctos” con las sensibilidades de ciertos grupos? Las restricciones a la libertad de expresión son la puerta de entrada a que los estados puedan determinar los límites de las creencias personales, en otras palabras la eliminación de una libertad fundamental, y necesaria para la democracia. Como lo escribió Orwell: “Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír”.

No quisiera ninguna sociedad tener un “Ministerio de la Verdad”: la opinión o ideología de cada persona debe ser una elección individual y libre, si no pasa de ser una opinión a un dogma, de un acto personal a una norma legal.

Los límites a la libertad de expresión son claros: la injuria y la calumnia. En otras palabras, los ciudadanos pueden decir estupideces pero no mentiras. Este es un límite lógico pero difuso ya que el receptor de una sátira puede considerarla injuriosa. Sin embargo, estos márgenes de tolerancia y sus consecuencias penales o civiles las deciden los jueces, quienes deben revisar la veracidad de las afirmaciones, más no su contenido político o ideológico.

Los que opinan, o mejor, ejercer su derecho a la libertad de expresión no deben pagar por unos cuantos fanáticos; no se debe castigar a quienes tienen opiniones, se debe castigar a quienes recurren a la violencia.

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