El primer recuerdo de Claudia López no puede ser más doloroso. Tenía cuatro años y jugaba con su hermanita menor, Martha, a saltar una claraboya en la azotea del cuarto piso de su casa del barrio Prado Veraniego, en Suba, al occidente de Bogotá. Ella lo logró, pero Martha cayó en el hueco. Cuando Claudia bajó la encontró inmóvil en el suelo: se había roto el cuello. Desde entonces ella se convirtió en su ángel de la guarda.
Nada en su vida ha sido fácil. Y allí ha estado, en cada uno de sus pasos, el espíritu de su hermanita menor. No la abandonó en los duros años del internado de Nuestra Señora del Rosario en Funza, Cundinamarca, donde permanecía desde el domingo a las cinco a la tarde hasta el viernes al final del día y compartía las noches en una sala inmensa con 150 compañeras; ni en las madrugadas cuando sonaba el timbre para entrar a las 4:50 a.m. en la ducha de agua fría. Cuando Claudia estudiaba sin pausa hasta entrada la noche —cuando las alumnas debían estar acostadas antes de las 8 p.m.—, en medio de su desesperación y aburrimiento, Martha era una voz de aliento para soportar la rigidez de una disciplina que terminó sirviéndole en la vida para aprender a no retroceder, ni rendirse.
En Engativá, a finales de la década del 70, todo quedaba lejos. Su papá, Reyes López, un hombre de oficios varios, incluido el de mensajero, se fue de la casa cuando Claudia tenía 2 años. Desde entonces, su mamá, María del Carmen Hernández, maestra de escuela, se encargó sola de la educación de su hija mayor. La matriculó en el colegio Policarpa Salavarrieta en el barrio Chapinero. Para llegar cada mañana Claudia debía cruzar toda la ciudad. Con apenas 10 años regresaba sola al anochecer, en medio del enjambre de calles y los helados porteros bogotanos. No conoció nunca el miedo. Al llegar a la casa Claudia no descansaba. Tenía que ayudarle a doña María del Carmen a bañar, vestir y alimentar a los tres niños que había tenido su madre en una relación posterior.
Le gustaba el fútbol. Lo aprendió de uno de los compañeros de aventura callejera que se topó algún día en un potrero cuidando un ternerito. Claudia gambeteaba con la habilidad. El amiguito decidió apostarle el animal que cuidaba en un partido de banquetas y Claudia se la ganó. Terminó con el ternero en su casa, pero la mama la obligó a devolvérselo al dueño. Cuarenta años después la candidata a la vicepresidencia bromea con el tema: “Si mi mamá no me hubiera corrido el ternero ahora yo sería ganandera”.
Claudia López la guerreó en toda su adolescencia hasta que empezó a ver los frutos: cuando tenía 18 años se ganó una beca en la Universidad de Polonia para estudiar medicina, pero otra vez el infortunio volvió a asentarse en ella: el mundo comunista se deshacía y Lech Walesa acababa con el estado socialista de Polonia y de paso con su idea de ser médica. Cambio de planes.
Fue un periodo oscuro. Se presentó en la Universidad Nacional a estudiar medicina y no pasó. Al final, lo logró en el Rosario, pero no consiguió el crédito que necesitaba para la matrícula, así que tuvo que tomar el camino de la universidad pública. Se matriculó en la Universidad Distrital en Biología, una carrera que solo le sirvió como un escampadero mientras las adversidades cesaban. Más adelante, a los 19 años se involucró en el Movimiento Estudiantil para la Séptima Papeleta y con este se despertó, sin darse cuenta, su espíritu de luchadora y su interés por lo público. Se estrenó con el éxito de haber conseguido que de este movimiento derivará el mandato por la paz.
Todo en ella ha sido vertiginoso, con la conciencia de que la vida, como la de su hermana Martha, se puede acabar en un minuto. Y así ha afronta todos los desafíos, jugándose a fondo cada momento. Con riesgo, con una audacia casi temeraria a la hora de tener que denunciar a los parapoliticos o de lanzarse, apostándole a una corriente de opinión subterránea que le respondió con cerca de 81 mil votos a su llamado contra la corrupción con el que también llego a la Cámara su compañera de todas las horas Angélica Lozano. Nada la detuvo, ni demostrar públicamente su amor, ni superar un cáncer de seno que trató a tiempo. Se lo descubrieron en la tercera semana de agosto de 2013, en un chequeo rutinario. Cuando el médico encontró el tumor le dijo que si no se lo operaba inmediatamente su vida podría correr peligro. Por eso, sin pensarlo y con su valentía característica se operó. No obstante, por esa época, el cáncer no era su única amenaza: Kiko Gómez la quería matar. Sin embargo, ya no queda rastro de ese mal en su cuerpo y Kiko Gómez paga una condena de 50 años de cárcel.
Imbatible, radical y furiosa, está dispuesta a convertirse en la primera alcaldesa de Bogotá. Allí estará, en la brega diaria de la campaña, en un escenario difícil y retador, como tantos por los que ha pasado acompañada por el recuerdo de la última sonrisa de su hermanita Martha.