La herencia cultural de Andrés Caicedo

La herencia cultural de Andrés Caicedo

Su vida fue corta, pero con mucha trascendencia para tan poco tiempo: dejó un legado escrito en la historia. Ahora vive en las fotografías y en sus mismísimas obras

Por: Andrés F. Benoit Lourido
abril 04, 2019
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La herencia cultural de Andrés Caicedo
Foto: tomada de banrepcultural.org

La mente de un escritor es inquieta. A Andrés, por ejemplo, desde niño le volaba la imaginación inventándole a sus compañeros de colegios historias sobre él, de que poseía fama y fortuna sin tenerla. Ese exceso de dopamina en su cerebro lo explotó y se hizo escritor. Puso en letras su realidad social, su contexto urbano siendo protagónica su juventud.

Ese flaco, con cabello rebelde, gafas grandes y sonrisa franca, vivió la Cali rumbera, la época de moda, de la liberación sexual y las drogas. Pero no resulta trascendental si Andrés solamente se vuelve un sinónimo de música, fiestas y alucinógenos. Él, era un genio, un intelectual sensible que enriqueció la cultura.

Las dimensiones que más le pesaron en su vida eran el cine y la escritura; tanto, que allí encontró refugio durante el tiempo que le quedaba de su vida. Cuestionaba, era susceptible a la realidad, y percibía en sí un terror existencial.

En 1975, Andrés tuvo dos intentos de suicidio; él cargó en su vida la muerte, en sus pensamientos la necedad de vivir haciendo guiones para el séptimo arte, escribiendo cuentos, novelas, manifestando su inconformidad y dando detalles sutiles que el deceso sería su salida en algún momento.

“Soy rubia. Rubísima. Soy tan rubia que me dicen: “Mona, no es sino que aletee ese pelo sobre mi cara y verá que me libra de esta sombra que me acosa”. No era sombra sino muerte lo que le cruzaba la cara y me dio miedo perder mi brillo”. Estas son las primeras líneas de ¡Que viva la música!

Comenzando este siglo, Caicedo viajó en busca del director y productor de cine, Roger Corman, para venderle sus guiones de largometraje llamados La estirpe sin nombre y La sombra sobre Innsmouth. Pero no lo encontró. Andrés le dijo a su madre en una carta que le envió: “es un medio muy difícil y enmarañado, y la parte que está metida en Hollywood no se anima a colaborar por miedo a la competencia”.

Treinta y siete años luego de la muerte de Luis Andrés Caicedo, una agrupación caleña llamada Superlitio lanzó su quinto álbum de estudio llamado Nocturna, característico de experimentación de sonidos maduros y desde la perspectiva de Pipe Bravo (vocalista) con los teclados. El álbum fue producto de inspiración de la música que les gusta escuchar; aparentemente no inspirado en Cali; sin embargo, de su vínculo con la ciudad les resultó imposible desatarse.

Cuando fui al lanzamiento del álbum en un bar en Bogotá, y posteriormente presenciando otras presentaciones, la banda solía empezar a tocar con una canción que connota la intención del disco: lo nocturno, y lo sereno con una sutileza tal de calma.

La sonoridad de la canción, despierta lo psicodélico, esta se llama Puro Goce, y es sin duda un viaje musical. Carlos Moreno, un cineasta caleño, mismo que dirigió la película Perro come perro pensó en Puro Goce porque encajaba justamente en el pedazo visual de su nueva película en ese entonces, la canción parecía perfecta para el clip de ¡Que viva la música! inspirada por la obra de un maestro.

El camino de Moreno que ha llevado como cineasta a la par de Superlitio, ha sido un vínculo de complicidad. Cali, sus sitios en común, la salsa, el rock, la universidad, la literatura de Andrés y la amistad los ha unido. La música que la banda le propuso al largometraje fue con el concepto de darle al personaje del libro un viaje provocado por lo que suena, alterando tanta la sensibilidad como si fuera droga, un efecto placebo.

En la vía Cali-Jamundí, entre corteros de caña de azúcar negros, dentro de un bus intermunicipal con estética vieja y muy ruidoso, se sube una mona (mujer rubia). La mona y los pasajeros viajan con la presencia de Richie Ray & Bobby Cruz con Lo Atara la Arache que suena en el parlante del bus. Sentados mueven los dedos, zapatean la lámina corrugada del piso, palmean, mueven la cabeza y cantan al son de la poesía afrocubana en boogaloo. Y así se filma la escena 117 de la película ¡Que viva la música! con gente apropiando lo que escucha.

Tratar de encontrar el manifiesto de la obra fue el ejercicio de Carlos con ¡Que viva la música! Pero, traducir lo escrito por Andrés Caicedo a lo audiovisual de una forma mecánica es imposible, porque esto es genialidad, es densa de ambientes conectados unos con otros. Por eso es una inspiración, mas no la representación.

En la última entrevista que le hice a Pedro Rovetto (bajista de Superlitio) le pregunté: “… ¿Qué significa Andrés Caicedo para ti?” y me dijo:

“Andrés y su generación que hacía cine y literatura eran rockeros, salseros, gente de culturas alternativas, de una época distinta a la de nosotros, pero hizo eco en nosotros. Esto nos dejó la mentalidad de hacer las cosas uno mismo, de ser independientes y hacer cosas desde Cali. La actitud de rebeldía y contracultural de la generación de Caicedo nos llamó la atención, más porque eran de los mismos barrios de nosotros, gente que pisó los mismos andenes, entonces nos sedujo mucho esos personajes. Somos fans de las obras de Caicedo, nos marcó y nos influenció en nuestro arte, y con la contribución de nosotros aportar a ¡Que viva la música! es algo digno de devolverle”.

La vida de Andrés Caicedo fue corta, pero con mucha trascendencia para tan poco tiempo. Él, fiel a su ideal de lo insensato que se vuelve la existencia luego de los 25 años, deprimió su actividad cerebral con sesenta pastillas de secobarbital, medicamento de la angustia y la ansiedad. Andrés se fue más allá de la muerte, porque dejó una herencia escrita en la historia. Ahora vive en las fotografías y en sus mismísimas obras.

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