La Habana para un guerrillero difunto
Opinión

La Habana para un guerrillero difunto

Por:
noviembre 21, 2014
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Han pasado muchos años desde que estamos aquí en este paraíso del Caribe septentrional. Para mí, el tiempo hace rato que lo mandé al carajo. Desde que estábamos en el monte tirando plomo y soñando con la revolución, nos confesamos entre camaradas que el tiempo no existía si queríamos hacer la guerra para transformar al mundo que nos rodeaba.

Fuimos claros y consistentes desde un principio. Las cosas estaban para transformarse: un país rural al que veíamos a nuestros pies.

Hoy que la memoria se nubla con los vientos del invierno próximo y me acomodo entre la gente por el viejo malecón, regresan a mis oídos las ráfagas de metralla y fusil en medio de la lluvia sorda de la selva y los acaricio imaginariamente como viejas medallas de guerra a las que ya no se les puede sacar más brillo.

Es un viernes —como tantos que han pasado— en esta antigua ciudad de cosas antiguas y debo reunirme con los viejos camaradas que se camuflan entre las mismas ruinas que nos albergan desde que pactamos la paz con ese distante y relajado país que sigue siendo presa de los de siempre.

De nosotros poco se acuerdan. Hay demasiada telaraña a lo largo del camino del olvido. Los sobrevivientes del diálogo parecemos zombis en las calles sin tiempo, sin azares y sin importancia que reclamar en medio del anonimato que preferimos, antes que seguir combatiendo; pero sin armas y en una guerra desigual en las ciudades colombianas, donde no es lo mismo que moverse en las tupidas marañas del monte bendito.

El mundo cambió. La gente cambió. Los guerreros en reposo quedaron en las historias. Ni siquiera la guerra nos dio tiempo para parir hijos a los cuales contarles nuestras hazañas y demencias. Nuestro regazo jamás tuvo tiempo para acariciar blandos y ligeros cabellos y tampoco para besar manitas blancas y mestizas en prolijo gesto.

No me arrepiento de la guerra librada. De los muertos innecesarios. De las verdades asesinadas a cada instante de ambos lados. Pienso que ese fue el camino escogido y que si me dieran la oportunidad de volverlo a elegir, haría lo mismo. Un hombre sensato como yo que fue a la guerra y que hizo la guerra contra un enemigo poderoso y ruin; jamás regresa por el camino andado a borrar sus huellas, todo lo contrario, sigue firme los siguientes pasos para que el polvo de los caminos anuncie su triunfo.

Que los años dejados de vivir por estar en el monte. Que los pequeños motivos perdidos con los que se alimenta la vida de los seres normales y aburridos. Que los abrazos en la calma de la indiferencia. Que los besos que entregan los hombres mezquinos para creerse enamorados.

Todas esas cosas que perdí y que no tuve la oportunidad de amasar ya no sirven. Lo siento mucho pero esa era la condición desde el principio que comenté antes. Renunciar a las banalidades de la vida para apostarle a una revolución que veíamos a la vuelta de la esquina. Sin embargo, no contábamos con que el enemigo se hacía más poderoso, que multiplicaba sus cabezas como Hidra de Lerna y que no se iba a dejar vencer así de fácil.

La única Revolución que alcanzamos a disfrutar es la de esta diminuta porción de Caribe desafiante ante el imperio del Norte. Un pequeño país de héroes anónimos como el de más, pero también de viejos lobos de mar que en perfecta armonía han resistido entre barbas y ruinas contra el acoso del incómodo vecino.

Desde que estoy aquí y desde cuando la preferí antes que volver a Colombia, siento que esta parte del mundo es lo poco de dignidad que nos queda. No importan las limitaciones. No importan las restricciones al andar como tampoco el callar lo que se quiere gritar. Afuera el mundo es una orgía de dementes en una loca carrera por el placer del consumo. Acá, mientras, nos hemos acomodado a vivir en la abundancia de lo que no se tiene.

Muchos de mis camaradas me tildaron de loco por preferir este refugio austero. Ellos se encandilaron con las luces de la democracia burguesa prometida. Han pasado varios años y siguen en ese acomodo perverso para caerle bien a todo el mundo, incluso a la derecha más extrema que nos mira como una especie exótica y digna de mostrar en cualquier opereta occidental de la democracia liberal.

Un ejército de arrepentidos a los que el sistema incorporó y los puso al servicio de sus intereses de acumulación. Sí que les funcionó. Ellos, mis antiguos camaradas ahora son prestantes demócratas que posan al mejor estilo burgués del gentil hombre. No los señalo. No los condeno. Allá ellos con su efímera gloria de combatientes de salón. La guerra si valió la pena.

Coda: “Dicen que me arrastrarán por sobre rocas cuando la revolución se venga abajo, que machacarán mis manos y mi boca, que me arrancarán los ojos y el badajo. Será que la necedad parió conmigo, la necedad de lo que hoy resulta necio: la necedad de asumir al enemigo, la necedad de vivir sin tener precio.” (El Necio. Silvio Rodríguez, 1991).

 

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